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Desde París. Donald Trump (foto) no es el mensajero retrogrado del pasado, ni un representante de la nostalgia de una potencia achicada, ni siquiera el sepulturero del presente, el héroe de los desesperados o el mercenario con la misión de preparar el futuro: Trump es el interruptor que nos hace ver el mundo tal y como es. Despiadado, grosero, colonizado aquí y allí por fascismos y xenofobias, un mundo en la plenitud de su desfiguración y de su ocaso ecológico, amordazado por los intereses y en manos de una tecno minoría tan hambrienta como insaciable. El trumpismo ha venido a certificar una verdad intensa: el mundo no nos pertenece más. ”Ya no es mágico el mundo”, escribió Borges en su poema «1964». Pero no ya porque nos han dejado, sino porque nos han ocupado. A cada segundo nos habita un ente que convierte nuestras vidas intimas en una inversión que luego es explotada por algoritmos. Saben lo que hacemos, lo que pensamos, lo que sentimos, lo que consumimos o lo que leemos para luego modelizar una propuesta, un deseo, una conducta o un flujo de opiniones. Las plataformas de las redes sociales son el lugar donde el sistema se reinventa, donde intercepta todo conato de resistencia política, lo manipula y reorienta el rumbo de la sociedad. Vivimos colonizados. No poseemos ni la libertad de escondernos o de pasear por un parque en total desconexión de la globalidad. El territorio digital nos colonizó. En vez de civilizarse, con los algoritmos y la tecnología el capitalismo resucitó el feudalismo y se volvió un predador más voraz. Accedió a lo que antes le estaba vedado: el eco que emite nuestra sombra y la huella inmaterial que deja.
Tampoco es nuestra la naturaleza. Extinción de las especies, calentamiento global, agotamiento de los recursos, urbanización, contaminación de los mares, expropiación de las tierras y los recursos de los pueblos originarios. Se han apoderado de todo hasta no dejar más que unas migajas secas sobre la mesa. Los incendios en el Amazonas no son más que el segmento visible de un desastre consumado hace mucho. Esas columnas de fuego y humo son la lengua de un comensal que devora sin vergüenza ni piedad el banquete que Occidente ya se engulló hace rato y a escondidas. Sus multinacionales han depredado los rincones del planeta, arrebatado las materias primas, invadido territorios y expulsado a sus habitantes. Donald Trump y Jair Bolsonaro le han facilitado al colonialismo devastador un escenario ideal para que una parte de Occidente recicle sus buenas intenciones con un espectáculo político que le sirve de decorado. Ahí están los títeres malos, aquí, en París o Bruselas, los buenos doctores del hospital-mundo. Montaje hipócrita que no resiste ni una brisa de verdad. ¿ La Unión Europea ?. Tanto o más tóxica que Trump o Bolsonaro. En 2018, la Unión Europea exportó 81.165 toneladas de pesticidas en cuya composición se encuentran productos que están prohibidos en Europa desde hace una década. Francia, cuyo presidente, Emmanuel Macron, se vistió de patrono contra el pirómano de Bolsonaro, es el país que exporta la mayor cantidad de substancias prohibidas (18 en total). En esas 81.165 toneladas hay un total de 41 pesticidas vedados en los suelos de la Unión Europea (informe de la ONG suiza Public Eye y Greenpeace). Una vueltita por Chiapas o Chubut nos muestra sin maquillaje el compromiso ecológico de Occidente. Asediados por las multinacionales extractivas, los habitantes de la localidad chiapaneca de Chicomuselo denuncian que “Los proyectos extractivos siguen en la mira de las empresas multinacionales, como la minería, el fracking e hidrocarburos, aun cuando padecemos una crisis climática a nivel mundial”. En diciembre de 2019, en Chubut, 40 organizaciones se levantaron contra los proyectos mineros de las empresas canadienses Pan American Silver (proyecto Navidad) y Yamana Gold (proyecto Suyai). Canadá es miembro del grupo de los 7 países más desarrollados (G7, 45 por ciento de la riqueza mundial) que, en agosto de 2019, en la localidad francesa de Biarritz, se reunió con los incendios del Amazonas como postre para promover su filosofía ecologista. Podríamos recorrer el planeta sumando nombres de multinacionales y pueblos expoliados.
Es tan sencillo pensar que esto vendría a ser como una película donde basta con vencer al malo en unas elecciones presidenciales para salvar el «Planeta Azul». Pero ese malo es la encarnación del sistema global, no una excepción. Trump no es el teórico en acción de una transfiguración radical del mundo. Donald Trump es la replica exacta, puntual, humana y descomunal de la realidad en la que vivimos. Por eso nos es intolerable: en cada Twitt nos está diciendo la verdad bajo cuyo consuelo hace mucho aceptamos vivir a cambio de un hipnotismo tecnológico que se apoderó de cada palmo de la vida humana. El racismo incandescente de Trump ya era un componente de la sociedad de los Estados Unidos, lo mismo que la violencia policial-racial y los supremacistas blancos violentos. La sociedad secreta de terroristas y supremacistas blancos conocida con las siglas KKK (Ku Klux Klan) se fundó en 1865 para oponerse, por todos los medios posibles (incendios, secuestros, asesinatos, atentados), a la vigencia de los derechos constitucionales de los afro-americanos adoptados mediante varias enmiendas a la Constitución luego de la Guerra de Cesión: la decimoquinta enmienda reconoce el derecho al voto a todos los ciudadanos, la decimocuarta otorga la nacionalidad a toda persona nacida en Estados Unidos y la decimotercera decretó la abolición de la esclavitud.
Donald Trump osó reinventar una realidad paralela a la verdad: esta pasó a ser un fake y su versión lo verdadero. Escribo bien “reinventar” porque el creador no es él, sino su maestro, el primer Ministro israelí Benjamin Netanyahu. En los 90, Netanyahu escribía en internet: “si quieren saber la verdad lean mi página”. Hoy, esa realidad paralela del trumpismo quedó herida por la realidad de lo real. La elección de Donald Trump nos alcanzó como pajaritos que creían estar volando en un cielo armonioso y algo semejante le ocurrió a él, a Bolsonaro y al británico Boris Johnson: cerraron los ojos ante la pandemia, fueron Covidescépticos…hasta que el virus los contaminó a los tres. Donald Trump no nos hizo más daño del que ya estaba hecho: el trumpismo no es el accidente sino lo que viene luego, es decir, su materialización. Cuando un avión se estrella, los escombros desparramados no son el accidente. Este ya ocurrió antes. El mundo no nos pertenece más y hay que recuperarlo. Pero ya no se puede ni siquiera escribir “recuperarlo antes de que…”. No; ni siquiera hay un “antes” porque estamos en el después de lo que perdimos. Tampoco es como el tango y eso de “toda mi vida es el ayer”. El naranjo en flor debe volver a crecer sano gracias a la presión de la acción colectiva. ” Estamos infligidos por deseos que nos afligen”, dice la letra de una bella y lúcida canción del cantante Alain Souchon (Foule Sentimentale). ” Multitud sentimental, tenemos sed de un ideal”, canta Souchon. Quien tiene una sed sobrenatural de nuestro ideal es el mundo. Lejos de la música popular pero muy cerca de las necesidades del presente, la filósofa alemana Hannah Arendt dejó entre su espléndida obra una idea que nos interpela: el amor mundi, es decir, el amor aplicado a la vida, al mundo, el amor apoyado en la esencia humana, que es un ser de vínculos. El amor mundi como vida en acción política y no como contemplación o especulación. Acción con y por los otros. Acción colectiva de todas las causas en una sola: el mundo. El trumpismo es una desgarradura inhóspita de la que el mismo Trump no es el autor sino el revelador extremo. El amor mundi es un ideal urgente para un naranjo en flor en estado de agonía.
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