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Muchos se preguntan cuál es la incidencia que Francisco puede tener en relación al problema de la deuda externa argentina. Otros, precisamente aquellos que en tiempos recientes se encargaron de endeudar inescrupulosa e irresponsablemente al país mientras menospreciaban cualquier actitud del Papa argentino, directamente cuestionan o ponen en duda que algo pueda hacer el pontífice en la materia. Son las mismas voces que, en los medios de comunicación que responden a los poderes corporativos, llegaron a decir que en el Vaticano «hay molestia» por el pedido argentino de solidaridad y respaldo frente a la renegociación de la deuda externa. Otra vez -como en tantas otras- nada más lejano a la verdad.
El propio Jorge Bergoglio se encarga cada día, con gestos pero también con palabras, de desmentir lo anterior. A medida que trascienden nuevos datos del diálogo entre Francisco y el presidente Alberto Fernández, queda claro que la realidad social y económica argentina y las consecuencias que tiene la deuda contraída fueron parte central de la conversación. Y en la misma ocasión fue explícito el compromiso muy firme que tomó Francisco para colaborar, en la medida de sus posibilidades, a la solución del problema argentino. Se lo dijo el Papa al Presidente.
Lo ocurrido este miércoles en la alocución de Bergoglio en el seminario con economistas sobre «Nuevas formas de fraternidad solidaria, inclusión, integración, inclusión e innovación», que se celebra en el Vaticano, en la Academia Pontificia de Ciencias y con la presencia del ministro de Economía de Argentina, Martín Guzmán, y la directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Kristalina Georgieva, reafirma lo antes dicho. Hablando en términos generales y para todo el mundo, como es habitual en el estilo papal, pero sin perder de vista la realidad argentina, como también suele ocurrir, Francisco retomó a su antecesor Juan Pablo II en una intervención hecha en 1991, para decir que «es ciertamente justo el principio de que las deudas deben ser pagadas». Pero, observó, «no es lícito, en cambio, exigir o pretender su pago cuando este vendría a imponer de hecho opciones políticas tales que llevaran al hambre y la desesperación a poblaciones entera».
No se quedó ahí Bergoglio, y siguió subrayando que «no se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es necesario, como por lo demás está ocurriendo en parte, encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y el progreso».
¿Qué puede hacer el Papa, entonces? Lo que hace. Poner a jugar su peso simbólico, como máxima autoridad de la Iglesia Católica y como uno de los más importantes líderes del mundo, para opinar, sentar su punto de vista y, de esta manera, incidir en las mentes pero también en los centros de poder internacional. Ni el Papa ni la Iglesia tienen representación en el FMI. Pero Francisco y sus colaboradores se sientan en los organismos internacionales, en foros y seminarios y debaten y fijan posición sobre temas cruciales para el mundo. El Papa, además, recibe a numerosos líderes mundiales con los que transita una intensa agenda que tiene que ver con la coyuntura internacional. Sería por lo menos ingenuo pensar que estas entrevistas son apenas protocolares. A nadie sensatamente se le ocurría pensar eso. Menos conociendo a Bergoglio.
Ahora el Papa tuvo palabras directas para los organismos internacionales de crédito. Dijo que «cuando los organismos multilaterales de crédito asesoren a las diferentes naciones resulta importante tener en cuenta los conceptos elevados de la justicia fiscal, los presupuestos públicos responsables en su endeudamiento y, sobre todo, la promoción efectiva y protagónica de los más pobres en el entramado social. Recuérdenle su responsabilidad de proporcionar asistencia para el desarrollo a las naciones empobrecidas y alivio de la deuda para las naciones muy endeudadas”. Aló… ¿Kristalina?
Pero además hay que entender que el Papa no solo habla y actúa por sí mismo. El Presidente de la Pontificia Academia de Ciencias, el economista Stefano Zamagni, acaba de afirmar que «necesitamos un pacto global para cambiar las reglas del juego económico, especialmente a nivel internacional». Porque, agregó, «es necesario corregir las desigualdades interviniendo desde abajo y no desde arriba. Las intervenciones posteriores, es decir, de tipo más o menos asistencialista, podrían haber estado bien hasta un pasado reciente en que las desigualdades estaban bajo control. La novedad de los últimos treinta años es que son las reglas, es decir, la estructura de las relaciones económicas, las que generan desigualdades independientemente de la voluntad de las personas».
¿Alguien podría decir que el titular de la Pontifica Academia de Ciencias no representa el pensamiento del Papa? Zamagni dijo también que «hoy en día, las desigualdades son provocadas por el modo en el cual funcionan las finanzas especulativas internacionales». Y agregó que «la desigualdad siembra el odio, siembra la voluntad de destrucción del otro y aquí la violencia, de ahí las guerras no declaradas que luego alimentan corrientes de pensamiento ideológico que tienen otros propósitos». Porque, «si queremos restablecer la seguridad (en el mundo) lo primero es reducir las desigualdades».
¿Qué puede hacer el Papa? Esto. Fijar posición, incidir, intervenir en el debate, hablar con sus interlocutores sobre los temas que interesan. Mientras manda a sus colaboradores a sentar posición en todos los escenarios. Es parte de su misión y es importante. Aunque algunos lo menosprecien.
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