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«Ahora ganamos esta Copa! ¡Ahora la ganamos!». Mientras bajaba las escaleras del estadio UANL en Monterrey, Gallardo pegó el grito: estaba convencido de que la Libertadores volvería a las vitrinas de River 19 años después. Pero no, no lo dijo tras la final de ida contra Tigres en México sino cuatro meses atrás: en la anteúltima jornada del grupo su River había empatado agónicamente un 0-2 que parecía sepultar sus chances de pasar a octavos. Los goles de Teo y Mora a los 87’ y a los 90’ le dieron al equipo un punto que, contrariamente a lo que piensa hoy el imaginario riverplatense, no sirvió matemáticamente para pasar: si en la última jornada hubiera goleado 3-0 a San José con Esqueda vestido de héroe en Chiclayo ante Aurich tal como pasó, River habría avanzado igual por diferencia de gol y también le habría tocado el Boca de Arruabarrena. Pero ese partido en suelo mexicano sí fue esencial puertas para adentro: le dio esperanzas a un plantel golpeado por lo que pintaba a temprana decepción en la Copa que más importaba.
Hoy tal vez haya quedado a la sombra de la gesta histórica de 2018, pero aquella Copa tuvo absolutamente de todo, y dio paso a lo que vino después, como anticipó el Muñeco cuando le gritó a todo el Monumental que iban a ir «por más».
La conquista de 2015 empezó por aquella primera fase dramática. Con la altura de Oruro, el sintético injugable de Chiclayo, la mala suerte en aquel partido con Juan Aurich en el que River desperdició 14 situaciones clarísimas, los goles de Esqueda para un Tigres que ni completaba el banco de suplentes. «Ahora que venga el que sea», se envalentonaba MG después de entrar por la ventana a octavos. «El que sea» era Boca. Un Boca que había pasado su grupo con puntaje perfecto y quería revancha por la Sudamericana 14. El peor segundo contra el mejor primero. La historia es conocida: el penal de Sánchez en la ida y el gas pimienta en la vuelta. Aquella noche en la que River se plantó en la Bombonera, Boca no podía entrar, empezaban los murmullos y un grupo de hinchas concretaron el ataque químico cuando los jugadores volvían a jugar el ST.
«No me como el verso del escritorio, porque no pateamos al arco», se sinceraba en nombre de todos Riquelme, en ese momento desde afuera del club. Tenía razón: River se encaminaba a una eliminación histórica en rodeo ajeno (que luego concretó en 2019) y no pudo terminar de hacerlo en la cancha.
Llegó Cruzeiro, la bestia negra de toda la vida, el rival que siempre había sido invencible, el verdugo de las finales de la Libertadores del 76 y la Supercopa 91. El mote se hacía más grande tras el 0-1 en la ida. Pero para la vuelta este equipo tendría preparada la que acaso sea al día de hoy la mejor actuación de cualquier equipo de River como visitante en el ámbito internacional. El Mineirao se rindió a los pies del campeón, en un 3-0 inolvidable que mezcló garra y baile. «Este partido lo gana Teófilo, estén tranquilos», les decía en la previa Teo Gutiérrez en tercera persona a toda la delegación. El colombiano fue uno de los que brilló y definió la serie con un golazo: fue su despedida.
No sólo Teo dejaba el club en el parate por Copa América previo a las semis: Rojas y Pezzella también eran bajas. Y llegaban Saviola, Lucho González, Bertolo, Viudez y un tal Alario. Entre ellos dos salvaron la llave con Guaraní en Asunción. La final de vuelta iba a ser con Tigres para cerrar el círculo, con el rival que le había dado vida, y con un Gallardo suspendido y observando el partido desde un escondite especialmente pensado entre la San Martín y la Sívori con su asistente Rodrigo Sbroglia, tapado por una bandera.
Rodrigo Sbroglia, su ex asistente y actual manager de Armenio, vio el partido con él y lo convenció para salir a festejar.
Cuando terminó el partido, empapado y en el vestuario, Sbroglia y todos los jugadores fueron a convencer al Muñeco para que fuera a festejar: seguía caliente por la injusta sanción. Pero tenía muchos motivos para celebrar: continuaba haciendo historia con un equipo que será recordado por agrandarse en las más bravas, por una defensa infranqueable, con líderes como Ponzio y Maidana, pero también Barovero y Cavenaghi, que terminaron levantando una Copa que puso fin a una sequía de casi dos décadas.
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