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Desde Brasilia
«Por ahora sigo siendo ministro» declaró el titular de Salud Luiz Henrique Mandetta advertido de que su jefe, el presidente Jair Bolsonaro no lo quiere en el cargo. A media tarde de este lunes los portales de los medios de más audiencia daban como segura su salida y asesores del ministro «comenzaron a vaciar los cajones de mi escritorio y se llevaron los papeles» porque la suerte parecía echada. La certeza del fin de Mandetta afectó a la Bolsa de Valores de San Pablo, obligándola a detener sus operaciones. Pero al final no fue destituido y el mercado cerró el día en alza.
La continuidad en el gabinete de este médico retirado del Ejército y diputado por el conservador partido Demócratas (Dem) representó una derrota para el capitán-presidente frente a los cada vez más poderosos generales instalados en los puestos clave de la máquina estatal.
Uno de los victoriosos de la batalla, que no de la guerra que desangra al gobierno, es el vicepresidente Hamilton Mourao. «Mandetta sigue en combate, él se queda» declaró el general retirado Mourao, cuyo nombre suena como potencial jefe del Planalto si el mandatario no llega al final de la gestión, en diciembre de 2022. Otro ganador fue el general Walter Souza Braga Netto, flamante jefe de la Casa Civil, alguien que responde menos a las órdenes de Bolsonaro que a las emanadas de la comandancia del Ejército, .
Por las oficinas de ministros, legisladores y jueces circulan bocetos sobre un eventual gobierno post-Bolsonaro. El primero que se conoció fue una «carta de renuncia» de la que dio cuenta el diario Valor Económico. También se habla de un impeachment, pero se lo considera poco probable como vía para revocar el mandato. En todo caso se trata de hipótesis.
Desgastado políticamente y ajeno a la realidad acuciante de la pandemia el líder neofascista aún mantiene margen de maniobra y una encuesta de este domingo indica que solo tres de cada diez brasileños comparten su política ante el virus, pero seis de cada diez no quiere que renuncie.
Exagera quien lo vea como un expresidente en funciones.
Lo que está en juego con la continuidad del ministro Mandetta es, en primer lugar, la política del gobierno frente al coronavirus que entre el domingo y el lunes mató a 67 brasileños, el número más alto desde que la llegada de la pandemia hace poco más de un mes. La cifra total de pacientes fallecidos es 553 y el de infectados subió a 12.053.
Mandetta al igual que la mayoría de los gobernadores defiende la cuarentena denostada por Bolsonaro, abocado a incitar a la población a deambular por las ciudades hasta convertirlas en bombas de tiempo sanitarias con millones de infectados. Demencial.
A tal grado de negación llegaron el gobernante y la secta de evangélicos que lo secundan que el domingo se juntaron a orar contra «satanás» encarnado en los opositores defensores del confinamiento.
Con esta forma de actuar y un sectarismo acendrado Bolsonaro logró perder el apoyo de los «superministros» Sergio Moro, de Justicia, y Paulo Guedes, titular de Economía, ambos a favor de la cuarentena.
Hasta hace dos semanas el ocupante del Planalto se jactaba de integrar el «dream team» de la ultraderecha global junto a Donald Trump y el ahora hospitalizado premier Boris Johnson. Pero eso es pasado porque tanto el gobernante norteamericano como el político británico se apartaron de este Pinochet tropical.
A las presiones de los generales para que Bolsonaro deje en su cargo a Mandetta se unieron las de jueces del Supremo Tribunal Federal y los titulares del Senado y Diputados, Davi Alcolumbre y Rodrigo Maia, ambos del Dem.
Magistrados y parlamentarios le hicieron saber que se despedía al ministro y firmaba un decreto prohibiendo el aislamiento esto podría abrir paso a una denuncia judicial.
Mientras se realizaban las conversaciones en la casa de gobierno el juez Roberto Barroso, miembro del Supremo, declaró que no tolerará un «genocidio».
Diputados de la Comisión de Derechos Humanos informaron casi a la misma hora que enviaron cartas a la Organización Mundial de la Salud y el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en la que acusaron al gobernante de «genocidio».
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