https://images.pagina12.com.ar/styles/focal_16_9_960x540/public/2020-09/104611-jubilados.jpeg?itok=dgjhrQJv
Producción: Florencia Barragan
Aspectos a tener en cuenta
Por Miguel Fernández Pastor *
El Convenio 102 de la OIT fue ratificado por 59 países. Argentina fue el primer país que lo ratificó sin hacer reserva alguna, ello fue posible a partir de 2008 con la aprobación de la Ley de Movilidad Jubilatoria. Esta ley representó un hito relevante para la seguridad social argentina. Su sanción eliminó no solo la decisión discrecional de los funcionarios respecto de la actualización de las prestaciones, sino también porque incorporó un modo razonable de redistribución del crecimiento económico.
Simultáneamente con la aplicación de la Ley de Movilidad fue creado el FGS, el cual configuró una garantía, ya que si de la aplicación de la fórmula resultaba una pérdida de poder adquisitivo se habilitaba al FGS a aportar la diferencia. Desde su implementación y hasta el 2015, la fórmula de movilidad mejoró el poder de compra del beneficio, superando la inflación de todos los periodos, siendo innecesario recurrir al auxilio del FGS.
A partir del arribo de la administración macrista con sus desaciertos en materia económica, la fórmula de movilidad no sólo comenzó a quedar por debajo de los niveles de inflación, sino que no se aplicó la garantía del FGS, iniciándose un deterioro del poder adquisitivo que se profundizó con el cambio de la fórmula de movilidad, en 2017, dando como resultado una pérdida de más del 20 por ciento del poder adquisitivo de la prestación.
El gobierno actual suspendió la aplicación de la formula por seis meses, momento en el cual empezaría a regir una nueva fórmula. Si esto hubiera ocurrido en el tiempo programado, posiblemente se hubieran minimizado los daños, pero la pandemia complicó todo y habrá fórmula recién a fin de año. Es innegable que la fórmula macrista había que derogarla y, en consecuencia, es necesario implementar un nuevo esquema de movilidad.
La Comisión de Previsión de Diputados emitirá Dictamen en unos días. Tuve oportunidad de participar como expositor ante esa comisión. Creo que finalmente se impondrá un regreso a la fórmula de 2008, generando un índice que integre un 50 por ciento de recaudación y un 50 por ciento movilidad salarial, con el cual estoy totalmente de acuerdo teniendo en cuenta el éxito demostrado durante su aplicación. Pero en los últimos días han circulado versiones que hablan de algunos cambios que, desde mi mirada, no serían los mejores.
Se habla de que el índice de salarios que se utilizaría sería el RIPTE. La fórmula del 2008 decía que se aplicaría el mejor entre el RIPTE y el índice que elabora el Indec, por lo que el cambio implicaría un perjuicio para los beneficiarios. Prueba de ello es que, entre junio de 2012 y junio de 2020, el RIPTE creció el 810 por ciento mientras que la inflación fue del 960,81 por ciento. Sólo en el período 2012/2015 superó la inflación: 146,3 por ciento RIPTE contra una inflación de 143,20 por ciento, mientras que de diciembre de 2015 a junio de 2020 el RIPTE fue de 269,35 por ciento contra una inflación del 336,05 por ciento. Por lo tanto, creo que debe mantenerse la idea original respecto de aplicar el mejor índice entre RIPTE o Indec del período.
La otra cuestión se vincula con aplicar la fórmula semestralmente, lo cual entraña una virtud y un riesgo. La virtud es que el beneficiario recibiría en diciembre y en junio el aguinaldo, mientras que en marzo y septiembre una movilidad interesante Pero el riesgo es que, si en los periodos considerados se producen picos inflacionarios importantes, el retraso en percibir el aumento puede significar una pérdida transitoria de poder adquisitivo.
La puesta en marcha de una nueva fórmula es otro desafío (vale recordar que en el caso de la formula macrista, la implementación se “comió” un trimestre). Creo que el camino correcto sería que la fórmula empiece a funcionar en marzo de 2021 y que en diciembre de 2020 el gobierno brinde un incremento por decreto.
Por último, resta aclarar que la fórmula de movilidad jubilatoria no afecta sólo a los beneficios previsionales, sino a los 19 millones de beneficiarios de la seguridad social, por lo que es necesario ser cuidadosos, porque errar haría mucho daño.
* Abogado especialista en seguridad social. Ex director del Centro Interamericano de Estudios de Seguridad Social (CIESS).
¿Hay una movilidad progresista?
Por Claudia Danani **
En las discusiones sobre la movilidad previsional se cruzan cuestiones materiales (las necesidades de la vida de adultos mayores), políticas e institucionales, porque el problema se anuda con lo que como sociedad se considera deseable y justo ante la vejez.
Simplificando, podríamos decir que la movilidad es “apenas” el modo de actualizar los haberes, y que de ella se espera que conserve “la escalera” que resulta de la aplicación de la legislación general, de manera que a lo largo del tiempo se mantengan las posiciones entre grupos y la capacidad adquisitiva de los ingresos. Si esto es así, una “correcta” movilidad es aquella que no produce cambios en la estructura general. En principio esto es correcto, pero engañoso: en ningún país la movilidad tiene tanta importancia como en la Argentina, porque sabemos hasta el hartazgo que la inflación cambia rápida y radicalmente el valor real de los ingresos fijos, al punto que distintos regímenes de movilidad pueden hasta tener más peso en el bienestar (o padecimientos) de los adultos mayores que la mismísima ley que ordena el sistema. Además, sabemos que el proceso inflacionario argentino tiene raíces en dos asuntos cruciales: la puja distributiva y la falta de inversión (con su consecuencia de bajo o nulo crecimiento). De allí la conflictividad de la movilidad, que pone al rojo vivo todo intento de reforma.
En el proceso actual, están en juego aspectos materiales y políticos y arrastran un costado jurídico que por demandas puede activarse en tribunales nacionales o internacionales. Por eso, el resultado deberá respetar las garantías a los derechos humanos (principalmente, igualdad y no regresividad), pues sería un gran fracaso colectivo que nuevamente jueces y juezas terminaran “haciendo sistema”.
Contra lo que podría suponerse, no son pocos los acuerdos “técnicos”: entre los especialistas hay relativa coincidencia en que deberían incorporarse componentes salariales y de recursos fiscales (recaudación), fijar pisos y techos que provean garantías tanto por el lado de los beneficios como de la sostenibilidad financiera (en efecto, debe entenderse la sostenibilidad como parte de las garantías para la población beneficiaria y no como una deformación fiscalista o una debilidad de la decisión política, grave error en el que a menudo incurre el análisis progresista); y afectarse algún dispositivo anticíclico que proteja de cambios bruscos y que suavice los impactos sobre (y del) proceso económico. En todos los casos, los esquemas específicos son variados y discutibles.
Precisamente porque hay más acuerdos “técnicos” que los que podría imaginarse a priori, en esta ocasión preferimos señalar la necesidad de plantear un debate genuino y de al menos mediano plazo sobre lo que debería ser un papel progresivo de la intervención estatal. “Genuino” significa: abierto y sin prejuicios, en el que esté presente la idea de que con mercados de empleo cada vez más restrictivos y segmentados, sólo una institucionalidad estatal progresista (amplia y positiva, no residual y pobremente compensatoria) puede contrarrestar los efectos de desigualdad e inferiorización.
Ni las mujeres, ni la población de provincias con bajos desempeños del empleo asalariado formal, ni los y las trabajadoras de actividades de baja formalización impiden las mejores prestaciones y su actualización: los propios datos de ANSES muestran que entre 2007 y 2014 los ingresos por aportes y contribuciones nunca superaron el 55 por ciento de los ingresos totales, en el mejor momento; y desde 2016 se derrumbaron sistemáticamente por debajo del 45 por ciento. También sobre la base de datos de Anses el propio organismo proyectó (mucho antes de la pandemia) que en 2050 apenas el 40 por ciento de la población adulta mayor accedería a jubilaciones contributivas, el 11 por ciento a pensiones de ese carácter y el 50 por ciento restante no completaría –al esquema actual- los requisitos contributivos, y “caerían” en la PUAM. ¿Seguiremos considerando que ese 50 por ciento incumple los requisitos? ¿O revisaremos la institucionalidad y su valoración?
Claramente, nuestra apuesta va por esta segunda vía, que debería expresarse en reglas generales a revisar en el futuro. Sin embargo, la movilidad podría jugar un papel mínimamente progresivo. Por ejemplo, por ser el componente más redistributivo, el haber mínimo podría ser el punto de partida de una escala (corta) que, con objetivos progresivos, reforzara alguna diferenciación “hacia arriba” en la actualización.
Las posibilidades son variadas, pero su éxito comienza en la capacidad de construir un horizonte compartido, que no por serlo automáticamente proveerá a una sociedad democrática: la igualdad es un valor disputado como nunca. Es imprescindible tenerlo en cuenta, y emprender el camino sin vacilaciones.
** Universidad Nacional de General Sarmiento/Facultad de Ciencias Sociales-UBA.
[ad_2]
Fuente