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Aunque ya es demasiado tarde, alguien debería explicárselo al presidente de Estados Unidos. Una guerra no se puede detener cometiendo un asesinato, como dijo en su última conferencia de prensa. Al contrario, las guerras se aceleran, se disparan con la muerte violenta de un funcionario de cualquier Estado y más si se trata de alguien que tenía prestigio en su propio país. Donald Trump no está loco, por más que su physique du rol o sus actitudes induzcan a pensar que ése es su diagnóstico clínico. Tampoco lo estaban George W. Bush cuando invadió Irak basado en la mentira de las armas de destrucción masiva que portaba Saddam Husein, ni Bill Clinton cuando bombardeó la embajada de China en Belgrado “por error” apoyado en un mapa desactualizado de la capital en la ex Yugoslavia, hoy de Serbia.
La idea de que estos actos de terrorismo de EE.UU. son decisiones individuales de sus líderes contrasta con los antecedentes. Son determinaciones políticas que nacen desde las entrañas de su maquinaria industrial y militar, la más poderosa del planeta. La provocación a Irán es además otro acto palpable de su beligerante política exterior a lo largo de casi dos siglos, prolífica en invasiones, la utilización de bombas atómicas, Napalm, operativos de represalia, dictaduras militares afines y todo tipo de artilugios para la consecución de sus propósitos.
Estados Unidos siempre se beneficiará con los conflictos bélicos en cualquier lugar del mundo porque vende armas de última generación como el drone con el que se ejecutó al general iraní Qasem Soleimani. Washington destina a su gasto armamentista más dinero que los ocho países que le siguen en presupuesto y mantiene fuera de sus fronteras más de 800 bases militares, repartidas en alrededor de 40 países aliados.
Según un artículo del 9 de diciembre pasado publicado por el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (Sipri, por sus siglas en inglés), “por primera vez desde 2002, los cinco primeros lugares en el ranking están ocupados exclusivamente por compañías de armas con sede en los Estados Unidos: Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon y General Dynamics. Estas cinco compañías solo representaron 148 mil millones de dólares y el 35 por ciento del total de las ventas de armas Top 100 en 2018”.
En el periodo 2014-2018, EEUU. se mantuvo como primer exportador de armas muy por encima de sus competidores. Pero además se alejó de Rusia, el segundo del ranking. Si entre 2009 y 2013 superaba a Moscú por solo un 12 por ciento, ahora la diferencia entre las dos naciones se elevó al 75 por ciento.
Entre tantas miradas de analistas que explican el hervidero en que se transformó el mundo desde el viernes pasado, hay una que no debería desdeñarse sobre el asesinato selectivo de Soleimani. Su muerte se habría ordenado para reavivar la llama del fundamentalismo islámico en Medio Oriente, hoy casi derrotado y a la defensiva. Aquel fenómeno que le resultó funcional a EE.UU. y sus intereses en las últimas tres décadas. Justamente, el comandante de las fuerzas especiales Quds contribuyó a derrotar al ISIS en Siria, cuando Rusia e Irán acudieron en respaldo de Bashar al-Asad. Se sabe también que un estado árabe y sunnita como Arabia Saudita, enemigo declarado del gobierno chiita iraní, financió al terrorismo del Estado Islámico. Julian Assange declaró hace dos años -basándose en un correo enviado por Hillary Clinton a su jefe de campaña, John Podestá- que el ISIS era apoyado por la más grande monarquía del Golfo y Qatar, enfrentados en los últimos años, pero ahora en pleno deshielo de sus relaciones diplomáticas.
Aquella especulación sobre por qué Estados Unidos se sacó de encima a Soleimani es una entre tantas (el juicio de Impeachment a Trump, las elecciones de noviembre, la suba del petróleo) más allá de los motivos declarados por Trump. Motivos que el secretario de Estado de EEUU, Mike Pompeo, describió con argumentos incomprobables. En una entrevista con Fox News señaló que el general iraní se encontraba planeando ataques que podían “haber matado a cientos o miles de estadounidenses”. En rigor, las víctimas que siempre se contaron por millones o cientos de miles han sido iraquíes, afganos, libios, yemeníes, palestinos y ciudadanos de todos aquellos países donde Estados Unidos y sus aliados buscan riquezas, abrir nuevos mercados o consolidar sus intereses geopolíticos.
A Trump y Pompeo les faltó decir que el asesinato de Soleimani significa el comienzo de una nueva guerra preventiva. Porque para estos gobernantes evitar guerras consiste en asesinar o atacar primero. Es una tradición que viene desde el fondo de la historia estadounidense y que empezó en el siglo XIX. Hiroshima y Nagasaki son la exaltación más elocuente de esa política. Cuando la Segunda Guerra Mundial ya estaba casi terminada, EE.UU. arrojó dos bombas atómicas bajo el argumento de que no debía extenderse el conflicto. El presidente que dio aquella orden, Harry Truman, dijo años después: “Creo que el sacrificio de Hiroshima y Nagasaki era urgente y necesario para el bienestar prospectivo de Japón y de los aliados”.
Estados Unidos siempre tiene un argumento a mano para justificar sus acciones criminales, palabras de ocasión que en estos tiempos ni siquiera tienen valor para quienes producen sentido desde la Casa Blanca. La portavoz de la Cancillería rusa, María Zajárova, lo hizo evidente cuando se refirió al ataque en Bagdad contra el general iraní, hombre clave en el gobierno del ayatollah Ali Jamenei. “Para protestar contra los ataques a sus embajadas (el argumento que utilizó como excusa Trump para mandar a asesinar a Soleimani) los países se dirigen al Consejo de Seguridad de la ONU. Washington no fue al Consejo de Seguridad. Eso significa que la reacción del mundo no le interesaba”, escribió en su cuenta de Facebook.
Según Bernie Sanders, precandidato demócrata a la presidencia en 2020, “la peligrosa escalada de Trump nos acerca más a otra desastrosa guerra en Medio Oriente que podría llevarse incontables vidas y billones de dólares. Trump prometió poner fin a las guerras interminables, pero esta acción nos coloca en el camino hacia otra”.
Al decir de Noam Chomsky, el célebre lingüista y una de las principales voces críticas dentro de los Estados Unidos, la principal potencia planetaria es “el estado terrorista número uno del mundo”. No lo dijo ahora. Lo viene sosteniendo hace tiempo.
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