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IDENTIDAD EN COMUNICACION

El coronavirus que no discrimina

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No tengo memoria de una situación tan inédita. Puedo recordar, como si volvieran a emerger de las brumas de mi adolescencia, el estado de sitio y los toques de queda durante la dictadura militar, y también rememoro historias leídas de ciudades sitiadas en la antigüedad por ejércitos enemigos que no se privaban de catapultar cadáveres infectados para aprontar la rendición de los que estaban detrás de los muros.

Todavía en mi infancia las madres temblaban ante posibles síntomas de “tos convulsa”, una reminiscencia de la “gripe española” que acabó con 30 millones de vidas al finalizar la Primera Guerra Mundial. Pero si la peste bubónica tardó cuatro años en llegar desde las estepas del Asia hasta Europa –viajaba a caballo– y si a la gripe aquella de comienzos del siglo XX le llevó un año entero transportarse desde Europa a la China –iba en barco–, este virus coronado llega casi al instante, merced a la aviación. Ahora no faltan tontos que denigran a los viajeros aéreos con el mote de “chetos”, pero es una diversión inofensiva, sólo unos burgueses acusando a otros burgueses, espejos unos de los otros. Si hay una culpa, es de los seres humanos en su conjunto.

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¿Acaso podía esperarse algo bueno de los trastornos creados a los ecosistemas por acción y expansión de productividad acelerada y la extensión de las fronteras agrícolas a costa de la Naturaleza, para no hablar de los guisos de murciélago, pangolín y cuernos de rinoceronte que en Oriente son tenidos por plato delicatessen? Hace mucho que se sabe que los virus saltan de los animales a los humanos y de hecho la antigua peste que terminó con la mitad de la población europea a fines de la Edad Media era transmitida por las pulgas de las ratas. Los animales no son responsables, ni siquiera los microbios, que encuentran en las vías respiratorias de los humanos un interesante hábitat para sus necesidades vitales.

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Tanto mejor sería dejar reposar al mundo, abandonar las necesidades superfluas, trabajar menos incluso, y lograr descansar al fin de una maquinaria social –sobre todo laboral– a la que sólo le interesamos como minicomponentes orgánicos de una enorme e indetenible rueda de hámster. Es probable que esto no ocurra –cuando finalice la cuarentena– pues se necesitaría una catástrofe aún más imponente para que la población haga un examen de conciencia profundo acerca del modo de vida que llevamos y que al final de todo termina siempre dando números negativos.

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Al menos ha decrecido –momentáneamente– la enconada violencia circulante en las redes sociales en torno a diferencias políticas o de género, no porque no tengan sus razones, sino porque era un exceso de espuma retórica tóxica a la cual este virus ha arrinconado. La muerte, cuando pasa segando cabezas, no discrimina entre diestros y zurdos, como tampoco lo hace entre binarios y no binarios. Se ríe –la muerte– de nuestros pequeños problemas, al fin y al cabo solucionables con un esfuerzo de cambio de conciencia y con más amabilidad entre las personas. En todo caso, ahora sabemos que las cárceles y los geriátricos, incluso los hogares donde sólo reina la fricción y el pleito constantes, no son lugares recomendables.

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Por el momento acatamos las decisiones de las autoridades estatales, no porque las jerarquías institucionales sean buenas por sí mismas, sino porque no hemos podido imaginar mejores formas de afinidad y sociabilidad organizacional, y porque todos, ricos y pobres, prestigiosos y desconocidos, hombres y mujeres, cada sector con sus diferencias y desigualdades específicas, tenemos miedo de morir por causa de un asesino sigiloso e indiferente a las pasiones humanas.

El sociólogo Christian Ferrer compartió su mirada con Olé.

El sociólogo Christian Ferrer compartió su mirada con Olé.

* Christian Ferrer es profesor en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.

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