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Si el gran temor de las sociedades latinoamericanas ha sido históricamente la anarquía y el desorden, el gran miedo de la sociedad norteamericana es la tiranía y el abuso de poder. Por eso nuestra región tiende a producir presidentes fuertes, y Estados Unidos, liderazgos débiles, diluidos por el juego de frenos y contrapesos. En este sentido, la actitud de Trump es una paradoja: en un país que hace un culto de la ética anti-poder y la desconfianza en las instituciones de gobierno, el presidente decidió desconocer el resultado electoral, transgrediendo los principios más básicos de cualquier sistema democrático.
La actual crisis institucional es el último capítulo de la profunda polarización partidaria que atraviesa a los Estados Unidos. En las últimas décadas, Republicanos y Demócratas pasaron a percibir a sus adversarios más que como rivales, como una amenaza fundamental para el país. Unos y otros creen que el bloque contrario cambiará sustantivamente el rumbo de la nación: antes de las elecciones, el 82% de los votantes de Biden advertía que Trump “probablemente transformará al país en una dictadura” y el 90% de los de Trump, que los Demócratas quieren convertir a Estados Unidos en “un país socialista”.
La división es sobre políticas -hay desacuerdo sobre qué hacer con la economía, el medioambiente, la inmigración- pero también sobre visiones y valores. Más que una disputa entre conservadores y progresistas, es un conflicto entre identidades irreconciliables. Cuando se le niega legitimidad al rival, evitar su llegada al poder por cualquier vía y a cualquier costo se vuelve un curso de acción plausible. Eso es lo que está haciendo Trump con el apoyo de su base social y de los líderes republicanos.
¿De qué le sirve a Trump no conceder la derrota? Su respuesta post-electoral fue más el reflejo espasmódico de un líder vanidoso que no está dispuesto a aceptar que perdió que una estrategia coordinada para permanecer en la Casa Blanca. La disputa parece ser cosa juzgada. Y sin embargo, la reacción de Trump tiene al menos tres consecuencias concretas. En primer lugar, le quita contundencia a la victoria de Biden. El candidato Demócrata terminará con una ventaja mayor a los cuatro puntos porcentuales. Será el segundo mayor margen de victoria en el voto popular desde el 2000, solo detrás del primer triunfo de Obama. La incertidumbre de los días posteriores a la elección deja, no obstante, la idea de que la contienda fue más cerrada de lo que efectivamente ocurrió. En segundo orden, al desconocer el resultado, Trump construye una narrativa para su salida de la Casa Blanca (aducirá que se va por el fraude de la maquinaria Demócrata y no por decisión de la voluntad popular ). Por último, al echar un manto de dudas sobre la integridad del proceso electoral, el presidente saliente deslegitima el poder de origen de Biden y alimenta todavía más la dinámica polarizante.
Más allá de la postura de Trump, la elección 2020 deja cambios y continuidades. Las continuidades: Republicanos y Demócratas siguen representando dos bloques socio-demográficos opuestos. Trump arrasó en el voto rural y entre los hombres blancos, mayores y protestantes. A Biden le fue mejor en las ciudades y entre la población afroamericana y latina, las mujeres y los jóvenes. Los cambios: Trump mejoró ligeramente el desempeño entre las minorías étnicas en relación al 2016; y Biden recuperó terreno entre los votantes blancos y moderados.
Con los hechos consumados, la selección de un candidato centrista y moderado por parte del Partido Demócrata resultó la estrategia más acertada para reconstruir “el muro azul” de estados industriales del Medio Oeste y, con ellos, recuperar la Casa Blanca. Por lo demás, las posibles victorias en Georgia y Arizona, más la competencia pareja en Texas, son una señal de cómo el acelerado cambio demográfico -Estados Unidos es un país cada vez menos blanco y más diverso- está alterando los contornos de la política nacional. Así como en la década del ´60, con la aprobación de la legislación anti-racista, el Sur pasó de azul a rojo, la actual transformación de la estructura social traerá novedades en el mapa electoral.
¿Qué esperar de la presidencia de Biden? La heterogeneidad de su coalición, que durante la campaña fue una virtud, puede convertirse en un vicio una vez en el gobierno. El presidente electo dependerá de su capacidad negociadora para poder unir el archipiélago de facciones que componen al Partido Demócrata y transformarlo en una agenda de gobierno coherente. Se trata, ni más ni menos, que de concertar intereses que van desde Larry Fink, el lobo de Wall Street que suena como Secretario del Tesoro, hasta Bernie Sanders, sin cuyo apoyo y movilización la victoria hubiese sido impensable.
Las elecciones dejan como saldo un liderazgo que se presume débil -el candidato Demócrata adivrtió que será presidente de un solo mandato-, un gobierno dividido -los Republicanos controlarán con mucha probabilidad el Senado- y un sistema polarizado al extremo. Sin Trump pero con el trumpismo vivo, a Biden le toca el difícil desafío de encarar reformas urgentes en una Estados Unidos que asoma ingobernable.
Javier Cachés es magíster en ciencia política (UTDT), docente de la Carrera de Ciencia Política de la UBA.
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