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–Sí –dijo Perón conmovido– es Eva.
El general, con su corazón, ya ajado, sacudido por la emoción, firmó con ímpetu las actas que daban fe de ese acto casi íntimo y ante pocos testigos: el cuerpo de Eva Perón, la mujer que había acompañado con fervor y fanatismo su aventura política entre 1945 y 1952, el año de su joven muerte a los 33 años, volvía a sus manos, embalsamada por el talento del médico español Pedro Ara y ultrajado por los militares que lo robaron el 22 de noviembre de 1955, dos meses después del derrocamiento de Perón.
Todo ocurrió hace cuarenta y nueve años, el 3 de setiembre de 1971, en la residencia “17 de Octubre”, en el 5 de la calle Navalmanzanos, del barrio madrileño de Puerta de Hierro, sede del exilio español de Perón. Y todo estuvo a punto de fracasar por el idiotismo inclaudicable de José López Rega, que entonces ejercía con talento su oficio de alcahuete y no se había convertido en el criminal superministro que, tres años después, aspiraría a heredar a Perón junto a su viuda, María Estela Martínez.
Primero, teatral y vacuo, López Rega gritó: “¡Jefe, no es Eva!”. Luego, rechazado por Perón, se acercó al ataúd con un soplete para abrir la carcasa de aluminio que lo protegía. Tuvieron que avisarle que una leve llama podía hacer arder al cadáver, dado los químicos usados por Ara para embalsamarlo. Hubo que recurrir a un par de caseros abre latas para dejar el cuerpo al descubierto.
El anatomista español Pedro Ara embalsamó a Evita. Tras su trabajo, observa el cuerpo en el salón de la CGT.
Minutos después, el sacerdote italiano Giulio Madurini, superior general de la Compañía de San Pablo en Italia, puso en manos de Perón el gran rosario de oro que el papa Pío XII había regalado a Eva Perón en 1947, en ocasión de su visita al Vaticano. “Yo lo veía a Perón muy emocionado –dijo Madurini a este diario en 1997-. Se mostró sorprendido y contento cuando le di el gran rosario. Me lo agradeció. Hablamos en italiano”.
El padre Madurini tenía aquella reliquia en su poder porque horas antes la había puesto en sus manos el coronel Héctor Cabanillas, que había sido responsable de la operación secreta que llevó el cadáver de Eva Perón al Cementerio Maggiore de Milán, donde fue enterrada con el nombre falso de María Maggi de Magistris, después de haberlo sacado del país con esa identidad falsa en el buque Conte Biancamano en abril de 1957.
Cabanillas, que guardó el secreto durante catorce años y no lo confió siquiera a su familia, fue el encargado en 1971 de desandar el camino trazado en 1957 para restituir el cadáver a Perón, por pedido del entonces presidente de facto, general Alejandro Lanusse, involucrado directamente en la operación de ocultamiento del cuerpo y de su devolución.
¿Cómo estaba Lanusse en el secreto y qué tenía que hacer en la entrega del cuerpo de Eva Perón el superior de la Compañía de San Pablo en Italia?
Un mes después del derrocamiento de Perón, el 15 de octubre de 1955, Juana Ibarguren, madre de Eva Perón, asilada en la embajada de Ecuador, autorizó por escrito al gobierno de Eduardo Lonardi a dar sepultura a su hija, por entonces en un salón del segundo piso de la CGT.
El documento con el cual Juana Ibarguren, madre de Evita, autorizó al gobierno de Eduardo Lonardi a dar sepultura a su hija.
En noviembre, y en un golpe palaciego, Lonardi fue derrocado por el general Pedro Eugenio Aramburu que mantuvo el compromiso firmado con Juana Ibarguren. Aramburu y su ministro de guerra, Arturo Ossorio Arana, pidieron al coronel Cabanillas que se hiciera cargo del traslado del cuerpo, como aseguró a este diario en 1997 su hijo, el entonces general de brigada Eduardo Cabanillas. El cadáver fue a parar a manos del jefe de la SIDE, coronel Carlos Moori Koenig, un desquiciado que ultrajó el cuerpo y lo convirtió en objeto de exhibición para sus amistades.
En 1957, por fin, Cabanillas organizó la operación de traslado del cadáver de Eva Perón a Milán. Artífice del andamiaje secreto fue un cura paulista, el padre Francisco “Paco” Rotger, que había casado a Lanusse con Ileana Bell, y que era su confesor cuando Lanusse era jefe del regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín, custodia del presidente Aramburu. Una trama perfecta.
Rotger habló con su amigo, Eugenio Pacelli, que en 1957 era el Papa Pío XII. Y la Iglesia se encargó de todo. Envió a Buenos Aires al sacerdote Giovanni Penco, superior de la Compañía de San Pablo, que se entrevistó con Cabanillas y se encargó de arreglar el entierro de Eva Perón bajo una falsa identidad. “A Penco lo envió el Papa”, dijo Cabanillas hijo en 1997. El sacerdote italiano guardó el secreto y lo confió luego a su sucesor, el padre Madurini.
El velorio de Eva Perón. Foto Pinélides Aristóbulo Fusco
Aquellos años turbulentos y los hechos que rodearon la salida de Buenos Aires y el entierro clandestino de Eva Perón en Milán, están relatados en “Secreto de Confesión”, del periodista Sergio Rubin, un libro imprescindible para comprender, o al menos para intentarlo, aquel país de delirios.
En 1971 Lanusse decidió devolver a Perón el cadáver de su segunda esposa por varias razones. Lo hizo, reveló hace más de dos décadas su viuda, con la total anuencia del entonces Papa Paulo VI, Giovanni Battista Montini, que era el arzobispo de Milán en 1957 cuando Eva Perón fue enterrada como María Maggi de Magistris en el Cementerio Maggiore.
La primera razón por la que Lanusse decidió restituir el cuerpo de Eva Perón a su esposo fue para mostrar un gesto de buena voluntad hacia Perón, con quien se iba a medir en los años por venir, de camino a la normalización institucional del país quebrada en 1966 por la “Revolución Argentina”.
En este sector del Cementerio Maggiore, de Milán, estaba la tumba número 41, de Evita.
Segunda razón, Aramburu había sido secuestrado y asesinado por la guerrilla peronista “Montoneros” entre mayo y junio de1970, luego de haber sido sometido a un “juicio revolucionario”, según sus captores.
Aramburu fue acusado por Montoneros de la desaparición del cadáver de Eva Perón y, en el comunicado número 5 que dieron a conocer ya con Aramburu asesinado, expresaron: “El cuerpo de Pedro Eugenio Aramburu sólo será devuelto luego de que sean restituidos al pueblo los restos de nuestra querida compañera Evita”.
Luego de conocido el asesinato de Aramburu, el coronel Cabanillas, uno de los dueños del secreto, empezó a recibir entonces “presiones” de Montoneros. ¿Confió Aramburu a sus captores el nombre de Cabanillas? Aramburu sabía dónde estaba enterrada Eva Perón. Lo confió a este diario en 1997 la viuda de Lanusse, Ileana Bell: “Mi marido, Aramburu y el padre Rotger eran los únicos que sabían dónde estaba. Yo tampoco lo sabía”.
Dos personas más conocían el secreto: el coronel Cabanillas, que guardaba en una caja de seguridad toda la documentación del caso y el sitio de la tumba en el Cementerio Maggiore, campo 86, tombino 41, y el suboficial del Ejército Manuel Sorolla, que en 1957 había tomado parte de la operación de ocultamiento del cadáver.
Acta secreta: el registro del entierro de Evita en el Cementerio Maggiore, de Milán, bajo el nombre de María Maggi de Magistris.
Si Aramburu conocía el destino de los restos de Eva Perón, no lo dijo a sus captores en el simulacro de “juicio” al que lo sometieron antes de asesinarlo. Según las diferentes versiones que dio Montoneros, y según quién la cuente, Aramburu dijo: “Evita está en Italia. Pero yo no sé dónde. Y si supiera, no se los diría”, relató en su momento Roberto Perdía. Mario Firmenich dijo que Aramburu sólo reveló que el cuerpo estaba enterrado “en un cementerio de Roma”.
Si algo de todo eso es cierto, en el umbral de su muerte Aramburu mantuvo ante sus verdugos el secreto, un secreto militar, sobre el destino del cuerpo de Eva Perón.
El tercero de los motivos que apresuraron la entrega del cuerpo a Perón por parte de Lanusse fue la certeza de que Montoneros y la CGT estaban sobre la pista del cadáver.
Hay registros de dos viajes a Milán de José Ignacio Rucci, secretario general de la CGT, y el padre Madurini, heredero del secreto de su antecesor, el padre Giovanni Penco, recordaba que en junio de 1971 entraron ladrones a su oficina de la Compañía de San Pablo; ladrones que no robaron nada, pero que sí revolvieron toda la documentación. Lo que casi con seguridad buscaban, no estaba en esas oficinas: Madurini había guardado todo en una carpeta sellada que había entregado en custodia a una enfermera de apellido Orlandini.
El catafalco de Evita, tirado por descamisados de la CGT, camino al Congreso en agosto de 1952.
El padre Madurini fue una de las personas ante quien se exhumó el cuerpo de Eva Perón en el cementerio Maggiore de Milán el 1 de setiembre de 1971 en el primero de los pasos para cumplir con la entrega del cuerpo a Perón. Junto al sacerdote estaban Cabanillas y Sorolla.
El ataúd fue abierto en un carrito de transporte. Al ver la figura de Eva Perón embalsamada, los sepultureros gritaron “¡Milagro, milagro!” ante la inquietud de Cabanillas y la explicación que dio Madurini: les dijo a los sepultureros que el embalsamamiento era una costumbre muy extendida en América del Sur.
El ataúd fue cargado en un furgón Citroen de la funeraria milanesa Fuseti, con el chofer Roberto Germani al volante y Sorolla como custodio, dispuestos ambos a hacer el largo viaje Milán-Madrid. Mientras, Cabanillas y Madurini corrían al aeropuerto de Linate para viajar en avión a Barajas.
El furgón recorrió casi mil quinientos ochenta kilómetros y atravesó Génova, Savona, Mónaco, Montpellier, Perpiñán hasta La Junquera, un municipio español de la provincia de Gerona, fronterizo con Francia.
Allí, y pese a sus protestas, el chofer Germani fue relevado de su misión: la Guardia Civil se hizo cargo del transporte de los restos de Eva Perón en un operativo coordinado por las autoridades del gobierno de Francisco Franco y el embajador argentino en Madrid, brigadier general Jorge Rojas Silveyra.
Rojas Silveyra había sido nombrado por Lanusse especialmente para vérselas con Perón. En 1997 se definió ante Clarín: “Odio tanto a los peronistas como a los radicales. Soy conservador orejudo, partidario del fraude, la violencia y el entreguismo, que era cuando el país mejor andaba”.
El padre Rotger, en uno de sus frecuentes viajes al Vaticano. Confesor de Lanusse, fue artífice del operativo secreto para trasladar el cuerpo de Evita a Milán.
Cuando Lanusse le anunció su destino de diplomático, Rojas Silveyra le dijo entristecido: “No, Cano… No podés hacerme esto…”.
“Sí, puedo –le dijo Lanusse– porque sos el único tipo que conozco que es más gorila que yo”.
En la tarde del 3 de setiembre de 1971 y ya en tierra española, el cortejo con el cuerpo de Eva Perón cubrió el trayecto entre Barcelona y Madrid, custodiado con discreción, aunque la operación ya no era un secreto: ante el furgón se cuadraban todos los miembros de la Guardia Civil que le veían pasar.
Por fin, entró a la capital española poco antes de las ocho de la noche del 3 de setiembre. Poco antes de enfilar hacia Puerta de Hierro, Sorolla quitó del féretro la chapa de bronce con el nombre “María Maggi de Magistris” y colocó otra que decía: “María Eva Duarte de Perón”.
Hubo una última espera decretada sólo por el rigor histórico de los militares argentinos al frente de la operación: el ataúd estuvo a punto de llegar a Puerta de Hierro a las ocho y veinticinco de la noche, las 20.25 que la historia oficial fijó como la de la muerte de Eva Perón el 26 de julio de 1952. Para evitar coincidencias azarosas e inquietantes, el furgón entró a la residencia de Perón después de esa hora.
El restaurador Domingo Tellechea trabaja sobre el cadáver de Evita en 1974.
Cabanillas entregó los restos a Perón. El ataúd fue abierto ante los testigos: Perón, su entonces delegado personal, Jorge Daniel Paladino, María Estela Martínez de Perón, “una persona que dijo llamarse López Rega”, dice el acta, Rojas Silveyra, dos sacerdotes mercedarios amigos de Perón y el sacerdote Alessandro Angeli, que no era otro que el padre Madurini que actuó durante toda la ceremonia con ese nombre falso: “Usé Alessandro, que es mi segundo nombre, y Angeli porque mi padre se llamaba Angelo”, dijo a Clarín en 1997.
Sin embargo, el largo peregrinaje del cuerpo de Eva Perón no había terminado. Todavía iba a estar atado a los vaivenes y delirios de la vida política argentina.
El 15 de octubre de 1974, tres meses y medio después de la muerte de Perón y con su viuda en la presidencia, Montoneros secuestró del cementerio de la Recoleta el ataúd con los restos de Aramburu y exigió a cambio la restitución del cuerpo de Eva Perón.
Dos días después, el cuerpo viajó de Madrid a la Argentina, donde fue recibido por Isabel Perón y López Rega y una banda de civiles que hicieron ostentación de su armamento pesado y pasó a reposar en una cripta en la Quinta presidencial de Olivos, junto al féretro de Perón.
Tras el golpe militar del 24 de marzo de 1976, el cadáver de Eva Perón fue depositado en la bóveda de la familia Duarte, en Recoleta, a seis metros de profundidad y bajo una gruesa plancha de acero.
El acta de traslado del ataúd de Evita a la bóveda de la familia Duarte, en el Cementerio de Recoleta.
Cuando casi todos los protagonistas de esta historia, y muchos de sus testigos, han muerto ya, el eco del pasado trae una última, pequeña anécdota; un diálogo entre Perón y Rojas Silveyra en cálida noche madrileña: una extraña comunión entre enemigos.
Perón tomó del brazo al brigadier y le dijo: “Venga Rojitas”. Salieron al jardín de la residencia y caminaron juntos un trecho.
-Señor –le dijo Rojas Silveyra, que no quería adjudicarle a Perón grado militar alguno–, usted está llorando…
-Mire –contestó Perón–, yo he sido con esta mujer mucho más feliz de lo que todo el mundo cree.
Juan Perón sostiene a Evita, ya gravemente enferma.
LP
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