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La misma policía de Bolivia que amotinada participó del golpe de Estado contra Evo Morales, hoy está a la defensiva y en otro pico de descrédito como sucedió varias veces a lo largo de su historia. Surcada en el pasado por denuncias de narcotráfico, extorsiones, enriquecimiento ilícito y una politización que la llevó a apoyar el derrocamiento del ex presidente, su tropa es repudiada por la población de manera creciente. No quedan al margen los principales responsables, sus jefes o ex jefes, con una trayectoria que disparó denuncias de todo tipo durante al menos las últimas dos décadas.
A esta fuerza clave en la caída del gobierno del MAS, la que reprimió y cometió masacres en Senkata y Sacaba junto a los militares, la intenta apuntalar como puede el actual ministro de Gobierno, Arturo Murillo. La necesita y por eso en la clausura del último curso internacional de instructores declaró que la Policía nacional “está viviendo uno de sus mejores momentos”. No piensan lo mismo ni siquiera en la Unidad Demócrata (UD) de Samuel Doria Medina que apoyó la caída de Evo. Dos diputadas de ese partido, Lourdes Millares y Micaela Nina, presentaron en las cámaras de diputados y senadores una carta para pedir la anulación del proceso de ascensos en la Policía. La primera sostuvo que “hay descontento en la institución policial y es precisamente por este proceso que ha merecido incluso acciones judiciales”.
En un acto improvisado frente a un puesto de la Policía en la zona del Plan 3000, una barriada populosa de Santa Cruz, manifestantes – en su mayoría mujeres – les cantaron a los efectivos “Cuánto cuestas, cuánto vales…” durante una protesta el 18 de enero. La gente no olvida a casi dos meses y medio del golpe, el papel que cumplió la fuerza en los días previos al 10 de noviembre en que renunció presionado Morales. La semana pasada el sitio boliviano Primera Línea Noticias publicó un artículo donde sostiene: “Engañados por los golpistas que ‘no les cumplieron’, repudiados por la población que los insulta y abuchea, la policía atraviesa el peor momento de su historia. Mientras los comandantes nacionales y jefes departamentales se repartieron un botín de un millón de dólares, los policías de bajo rango reciben atención psicológica debido a la presión social a la que están expuestos por el repudio de la población, por haber apoyado el golpe”.
En la misma noticia se consigna que los
uniformados “de extracción popular e indígena, protestan con el rostro
cubierto, pues temen ser reconocidos y enfrentar el rechazo de amigos, familiares y vecinos. Queriendo esconder su procedencia, se arrancaron del uniforme la bandera (wiphala) que representa a las naciones y pueblos indígenas”.
Murillo, el ministro de perfil más alto en el gobierno, sostiene lo contrario. El funcionario es un incondicional de Jeanine Añez que acaba de postularse para las elecciones presidenciales del 3 de mayo. En el curso de instrucción dijo que “si queremos mantener el respeto de los ciudadanos y el nivel al que ha llegado la Policía Boliviana hoy en día, que es envidiable, -porque nunca en su historia ha logrado eso-, vamos a seguir con los cambios y ajustes”. En su discurso quedó implícito que la Policía tiene problema “que a veces afectan a algunos (…) pero se tiene que seguir limpiando”.
Notable desprestigio
Resulta muy difícil hacer esa limpieza en un país donde la fuerza se ganó un desprestigio notable. Página Siete, acaso el diario más opositor a Evo, publicó una extensa lista de hechos resonantes de corrupción policial el 25 de marzo de 2019 cuando el ex presidente todavía gobernaba. Era obvio que los problemas vienen desde muy lejos y cruzaron los tres mandatos de Morales. El título de la nota es: “Los 20 escándalos de la Policía de los últimos años que dilatan una reforma”. En ella se citaban varios casos como el del coronel Blas Valencia, “presentado públicamente en 2001 como el cerebro del atraco a una remesa de Prosegur, que dejó tres muertos y el robo de medio millón de dólares”.
En 2011 -sostenía Página Siete– “el exzar antidroga y parte del alto mando, el general René Sanabria, fue sentenciado a 14 años en EEUU por transportar 2,8 toneladas de cocaína desde Bolivia. Con él cayeron dos jefes policiales más en el país. Sanabria iba a concretar una suma de 5,6 millones de dólares”. Otro caso que implicó a un jerarca policial sucedió en 2015: el coronel Juan Carlos Tapia Mendoza, director del GACIP (Grupo de Apoyo Civil a la Policía) en El Alto, fue detenido en Santa Cruz por transportar 42,7 kilos de cocaína. El caso recayó en el Ministerio Público y el jefe policial terminó en la cárcel.
El primer GACIP o cuerpo de policías voluntarios se creó en Cochabamba el 10 de marzo de 1995. Después se replicó en otras ciudades. En Bolivia cumplen su misión luego de ser capacitados por instructores oficiales de la Policía para que colaboren en tareas de patrullaje, operativos preventivos de alcoholemia y drogadicción, tareas de primeros auxilios y hasta delitos complejos como la trata de personas. Quedó claro que a Evo ni la Policía ni los GACIP -que son un grupo de respaldo- le permitieron prevenir lo que se le venía. Un golpe de Estado que prosperó gracias a los amotinamientos de esta fuerza. El primero de ellos tuvo como escenario la misma ciudad donde se crearon los Grupos de Apoyo Civil a la Policía hace 25 años: Cochabamba.
Esta es la Policía que continúa manteniendo sitiada a la embajada de México en La Paz con nueve exfuncionarios del gobierno de Evo adentro; es la que hizo de los motines una práctica cotidiana con fines políticos; también la que se transformó en una herramienta desestabilizadora en la región como ya se comprobó en Ecuador con el gobierno de Rafael Correa. Es la que fue acusada de graves violaciones a los Derechos Humanos por la CIDH después del golpe cuando “recibió abundante información sobre dos masacres cometidas en Sacaba y en Senkata, los días 15 y 19 de noviembre, respectivamente, en las cuales perdieron la vida por lo menos 18 personas”. Eso dice el informe del organismo autónomo de la OEA que recogió las denuncias contra la policía en Bolivia.
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