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Encuestas y elecciones: cuando los números manipulan la voz del pueblo

Por Mabel Lema

En tiempos electorales, las encuestas se multiplican. Brotan de todas partes como hongos después de la lluvia. Algunas con rigor técnico, otras con más intención que método. Lo cierto es que, cada vez más, asistimos a una especie de “guerra de números”, donde los datos se usan no para comprender a la sociedad, sino para influenciarla.

Vivimos en una era en la que la percepción puede valer más que la realidad. Y ahí es donde la encuesta —esa herramienta que debería ser un espejo— se convierte en una máscara. Se la moldea, se la manipula, se la acomoda para que diga lo que ciertos sectores quieren que el electorado escuche. Es la estadística convertida en propaganda.

Recientemente, una encuesta que se desdice por sí sola generó una “realidad virtual” que no refleja la verdad de lo que vive y siente la gente en las calles. Se presentó con bombos y platillos, alimentando titulares, pero basta una simple mirada al entorno para ver que sus números no dialogan con la experiencia cotidiana de los vecinos. ¿Cómo puede un estudio mostrar una tendencia triunfalista o derrotista  cuando en los barrios  el termostato social es otro?

Lo más preocupante es que este tipo de encuestas, lanzadas sin sustento y sin rigor, pueden estar también manipuladas desde lo económico para influir directamente en la intención de voto. Es decir, no solo buscan instalar una percepción, sino que intentan comprarla. ¿Quién financia estas encuestas? ¿Qué intereses se esconden detrás de los porcentajes dibujados?

Además, pretender medir a toda una provincia sacando porcentajes “al azar” desde una oficina o desde un software sin trabajo de campo real, es una falta de respeto a la diversidad territorial y cultural de cada región. El único método que no pasa de moda —ni pierde vigencia— es el presencial. El cara a cara. Ese en el que la voz del pueblo no se mide, se escucha. Ese en el que la verdad no se infiere, se percibe.

Las encuestas ya no solo miden, también modelan. Operan sobre la opinión pública como una herramienta de convencimiento más. Se presentan como verdad científica, pero muchas veces son productos comunicacionales al servicio de una estrategia electoral.

Esto no significa que no existan encuestas serias. Las hay. Pero su voz se diluye en el ruido de tantas otras que priorizan el impacto por sobre la precisión. Y cuando el dato pierde su fundamento, también pierde legitimidad. Se rompe el contrato con el ciudadano, que empieza a desconfiar no solo de las encuestas, sino de todo lo que venga del mundo de la política.

Hoy más que nunca, es momento de recuperar la responsabilidad detrás de los números. De exigir transparencia en la metodología, claridad en los objetivos, y honestidad intelectual en su interpretación. Porque una sociedad que decide mal, lo hace muchas veces mal informada.

Y si las encuestas son parte del problema, también pueden ser parte de la solución. Solo si se las devuelve a su función original: «Claro, siempre que recordemos que un termómetro no cura la fiebre, solo la muestra. Y a veces… ni eso.»

 

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