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Desde París
Las convicciones sociales requieren sacrificios. Francia se puso al hombro la huelga en los transportes contra la reforma del sistema de pensiones y se adaptó a las múltiples perturbaciones que salen al paso en estas fiestas navideñas. Siete líneas del Métro parisino cerradas, trenes que no saldrán, autobuses con cuenta gotas y una infinita fila de personas que caminan por la calle con sus valijas intentando subirse a algo que los lleve junto a sus familias.
Papá Noel llegará tarde este año al arbolito de Navidad, a menos que sea huelguista y no venga. No se percibe malhumor, tal vez alguna que otra impaciencia. El presidente francés, Emmanuel Macron, dejó una suerte de regalo de Navidad cuando anunció que renunciaba a la pensión vitalicia de 6. 220 euros que le corresponde una vez que deje la presidencia. El gesto suscitó un aluvión de bromas y no movió la determinación de los sindicatos. No habrá tregua navideña en la pugna por la reforma que tiene a Francia caminando desde el pasado 5 de diciembre.
Bajo el atractivo retórico de una reforma que debía desembocar en una “jubilación universal por puntos” para terminar con los 42 regímenes jubilatorios en curso se escondían algunos huecos que ponían en tela de juicio los derechos del conjunto de los futuros jubilados. Quienes se beneficiaban con los regímenes especiales fueron los primeros en oponerse a las transformaciones. En muchos casos, por ejemplo, los ferroviarios tienen la posibilidad de jubilarse a los 52 años. Ello explica por qué la huelga es más persistente en ese sector. Sin embargo, la gente entendió enseguida que el deterioro de la jubilación era más global, tanto por la ambigüedad en torno al valor del punto como por la perspectiva evidente de que la edad de la jubilación pasaría de los 62 a los 64 años.
Desde entonces, no es la lucha final sino la lucha sin final. La unión sindical se fisuró un poco con el retiro de uno los sindicatos del sector ferroviario, pero el núcleo más duro compuesto por la CGT, la CFDT y FO mantiene su confrontación con el gobierno. La huelga va perdiendo respaldos con el paso de las semanas (menos 5 puntos con relación al 5 de diciembre) pero no ha creado todavía un frente de hartazgo masivo. Con la renuncia a su pensión vitalicia, Macron quería dar un “ejemplo de coherencia” e igualdad. Los dos principios ya venían empañados, y no por él jefe del Estado sino por quien, hasta hace unos días, ocupaba el puesto de Alto Comisionado para la jubilación. Jean-Paul Delevoye se vio obligado a dimitir a raíz de un conflicto de intereses entre sus funciones y sus actividades privadas no declaradas.
El ejemplo resultó un contra ejemplo. Este martes 24 de diciembre se cumplen 20 días de huelga. La cifra es tanto más expresiva cuanto que está muy cerca de superar los 22 días de huelga del invierno de 1995, cuando una reforma de las pensiones de corte liberal levantó a la sociedad francesa y forzó a la renuncia a quien la había promovido, el ex primer ministro Alain Juppé. Ni la comunicación gubernamental, ni la reunión con los sindicatos ni las incomodidades de la ausencia de transportes lograron que se decretara una tregua. Recién el 7 de enero de 2020 habrá una nueva ronda de consultas. Los sindicatos llamaron a otra jornada de movilización el 9 de enero. Ello muestra que habrá que seguir caminando. Los sindicatos han emprendido decenas de acciones para acercarse a los usurarios enojados y “mantener viva la llama de la protesta”. Conciertos en las estaciones de trenes, manifestaciones, distribución de comida en las estaciones y algunas acciones “puñetazo” como la ocupación de estaciones del Métro que recorren París sin conductor (automatizadas como la número 1).
Toda la sociedad se reciente: el turismo ha menguado, la gente necesita horas para llegar al trabajo y volver y el comercio, desde luego, también se ve afectado. Pese a ello, nadie que camine por París podría creer que en este mismo momento hay una doble crisis: una con respecto a la reforma, y otra de confianza ante un Ejecutivo que es mirado con recelo. Reina una suerte de activismo silencioso, casi inexpresivo, pero no por ello menos real. El escritor y documentalista Sylvain Tesson, adepto al rooftopper (caminar por los techos de París) y apodado “el príncipe de los gatos”, dijo hace unos días que Francia “es un paraíso poblado de gente que se cree en el infierno”. La frase apunta contra ese ingrediente de la identidad social francesa que huele a conflicto, manifestaciones, huelgas, movimientos sociales y una sensación permanente de malestar.
Muchísimos turistas se preguntan “por qué los franceses protestan tanto si lo tienen todo: una de las mejores protecciones sociales del planeta, índices de pobreza bajísimos, unos vino de sabores de ensueño, una cocina delicada, paisajes que parecen pinturas, una capital extraordinaria y una cultura potente y tractiva”. Tal vez por eso protesten: para que su paraíso no se vuelva un infierno.
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