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Desde París. El capricho inicial se transformó en una guerra. Desde el comienzo de su mandato, el presidente norteamericano puso a Irán en su agenda de conflictos prioritarios. El asesinato, el pasado dos de diciembre, del jefe de las fuerzas especiales y de los guardianes de la revolución, Ghassem Soleimani, es la concreción de una obsesión jamás ocultada: hacer de Irán el eje malvado de la comunidad internacional acusándolo de lo que no hizo y empujándolo a radicalizarse. El ex presidente Barak Obama había hecho todo cuanto pudo para normalizar las relaciones y volver a poner a Teherán bajo supervisión internacional. Fue, junto al restablecimiento de las relaciones con Cuba, una de las estrategias más controvertidas del predecesor de Trump. Para ello, junto a Rusia, China, Francia, Alemania y Reino Unido, Estados Unidos firmó en 2015 un ambicioso acuerdo nuclear (5+1) con el fin de limitar el alcance del programa nuclear iraní al cabo de varios años durante los cuales la comunidad internacional sospechaba que Irán estaba desarrollando la bomba atómica. A cambio de ese acuerdo, Teherán se comprometió a limitar su expansión nuclear, a permitir su control por parte de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, la AIEA, mientras que Washington debía levantar las sanciones económicas en vigor desde hacia muchos años. Ese acercamiento cambió el juego político interno y facilitó la victoria de un presidente moderado, Hassan Rohani.
El acuerdo de Viena, según varios informes de la AIEA, fue respetado a la letra por los iraníes. A Donald Trump nunca le importó. En mayo de 2018, el mandatario norteamericano sacó a Estados Unidos del acuerdo de Viena si razón racional alguna. Ese mismo ese año aprobó una multitud de sanciones económicas, tanto contra Teherán como contra aquellos que mantuvieran intercambios comerciales con los iraníes. La primera ola de sanciones afectó al sector bancario, la industria automotriz, la aeronáutica y las materias primas. La segunda, adoptada en noviembre de 2018, apuntó a los sectores gasíferos y petroleros. Trump se propuso “reducir a cero” las exportaciones de hidrocarburos. Las medidas restrictivas hicieron que clientes de Irán como China o Japón dejaran de comprarle petróleo. Las consecuencias internas fueron inmediatas. En apenas tres meses, la moneda nacional, el Rial, perdió el 400 por ciento de su valor. Desde entonces, la escalada militar y diplomática entre Washington y Teherán fue en ascenso. Irán anunció que dejaba de aplicar el acuerdo de Viena y detalló un plan mediante el cual se proponía acrecentar las centrifugadoras activas con el fin de ampliar su uranio enriquecido. El julio de 2019, el uranio enriquecido pasó del 3,67 por ciento permitido a un 4,5, un porcentaje muy inferior al 90 requerido para la fabricación de una bomba atómica. Con todo, Irán admitió que sus reservas habían superado los 300 kilos autorizados por el acuerdo de Viena. Los analistas juzgaron no obstante que esa actitud no respondía a una voluntad de romper definitivamente el acuerdo nuclear sino, más bien, que se trataban de “gestos políticos más que de una reanudación plena del programa nuclear” («Benjamin Hautecouverture, investigador en la Fundación para la investigación estratégica, diario Le Monde). François Nicoullaud, ex embajador de Francia en Irán, interpretó esa política como “una maniobra que, antes que todo, es como una llamada de auxilio a sus socios”.
En mayo de 2019 Donald Trump impuso nuevas sanciones, tanto a Irán como a los países que le compraban petróleo. Uno de los instrumentos consistió en suspenderle a esos países las excepciones arancelarias de que gozaban en Estados Unidos. A ese episodio le siguió la guerra de los petroleros en las aguas del Golfo Pérsico. Washington acusó a Irán de haber atacado un barco noruego y otro japonés. En julio de 2019, en las costas de Gibraltar, Gran Bretaña confiscó el petrolero iraní Grace 1 con la excusa de que el barco se dirigía a Siria para entregar suministros. Los guardianes de la revolución islámica respondieron atacando un petrolero sueco y otro con bandera británica. En junio de 2019, Irán derribó “un dron espía norteamericano” y, dos meses más tarde, Estados Unidos hizo lo mismo con un dron iraní que se había acercado a un barco norteamericano en el estrecho de Ormuz. En septiembre intervino el episodio más espectacular. Varios drones arremetieron contra las infraestructuras petrolíferas de la refinería de Abqaïq, en Arabia Saudita, situada en el campo de Khouraïs. La empresa saudí (Aramco) perdió la mitad de su producción petrolera. Con Estados Unidos a la cabeza, París, Berlín y Londres trasladaron a Irán la responsabilidad de esa ofensiva. Hacia finales de año, en noviembre, Israel entró en el conflicto. Tel Aviv bombardeó posiciones iraníes en Siria y, hacia finales de diciembre, Washington atacó en Siria e Irak emplazamientos del movimiento Hezbollah (pro iraní) que causaron la muerte de 25 personas. El ataque contra la embajada norteamericana en Bagdad que desencadenó la “respuesta” de Donald Trump al asesinar a Ghassem Soleimani era, precisamente, una reacción de las milicias chiitas pro iraníes de Hachd Al-Chaabi al bombardeo de las posiciones del Hezbollah en Siria e Irak.
La aventura militar trumpista es un acto de guerra descabellado. Estados Unidos y la Unión Soviética diseñaron el mundo en el que aun vivimos sin que nadie haya sido capaz de cerrar la secuencia que se abrió en 1979 con, a la vez, la invasión soviética de Afganistán y la revolución iraní liderada por el Ayatola Jomeini. La influencia norteamericana en Irán facilitó la revolución jomeinista y empujó la emergencia del islamismo en contra del panarabismo. Desde hace 40 años, Washington y Teherán protagonizan un antagonismo recurrente, tanto más enardecido cuanto que, entre sus pliegues, se desliza la oposición entra el islam chiita (Irán) y el sunita (Arabia Saudita). Guerras, atentados terroristas, invasiones, asesinatos “selectivos”, sanciones, hambre de las poblaciones, afianzamiento de autocracias confesionales, creación de grupúsculos capaces de cometer asesinatos de masa –Al-Qaeda o el Estado Islámico entre tantos–, desplazamientos de población: la letanía de víctimas y destrucciones cuya raíz es la política norteamericana en Medio Oriente ha dejado al mundo cautivo de una secuencia de muerte, invasiones coloniales y horror que Washington alimenta según los momentos políticos que más le conviene o la impericia de sus dirigentes.
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