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No se da siempre. Hay cientos, miles de equipos que llenan canchas, tienen hinchadas asombrosas pero no sobran los partidos en los que la influencia del afuera se note tanto en el adentro. Que la coyuntura cree un feedback entre jugadores y gente tan espontáneo y visceral como el que se dio entre los jugadores de Racing y sus hinchas en el último clásico obliga a puntualizar que no hay frase hecha ni movida demagógica si uno concluye que la Academia jugó con diez.
Más de una vez, los fanáticos opinan y se muestran medio veletas. Al que querían hace un mes, hoy no lo quieren; suben apresuradamente al pedestal de ídolo a cualquiera o los resultados inclinan la balanza de un lado a otro en un segundo. Pero el Cilindro vivió una noche de comunión. La hidalguía para sostenerse ante la adversidad de jugar con dos menos contagió automáticamente al hincha, que entendió que podía ayudar, que no había tiempo para enojarse por y con los expulsados. Era momento de contagiar, de bajar un mensaje ensordecedor para demostrar que esos 9 que bancaban el clásico como podían, no estaban solos. Que el grito, el baile, el aliento potenciaban la energía que mostraban los jugadores en cancha. Porque armaron una fiesta cuando todavía no había nada para festejar. Porque bailaban y cantaban sabiendo que lo más lógico era perder e incluso, por más de un gol.
El esfuerzo del que se sabía débil convivió con la intrascendencia y endeblez del que con 11 adolecía de jerarquía. Los hinchas no necesitaron hacer un referéndum para darse cuenta de que podían también jugar. Y los jugadores encontraron una herramienta que los rivales no podrían tener nunca en cancha ajena, esa herramienta de escuchar, sentir y ver más de 50 mil locos que transmitían pasión, que les bajaban desde las tribunas una dosis extra de alma para que fueran diez en lugar de nueve.
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