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Desde Río de Janeiro
En 1980, el diez de febrero fue un domingo. En un salón del Sion, un colegio católico reservado a señoritas de la elite de San Pablo, intelectuales, religiosos vinculados a la Teología de Liberación, artistas y un nutrido número de sindicalistas fundó el Partido de los Trabajadores (PT).
Era un grupo bastante heterogéneo, integrado por académicos como el historiador Sergio Buarque de Hollanda, el educador Paulo Freire o el crítico literario Antonio Candido, todos capitaneados por un combativo dirigente sindical llamado Luiz Inácio da Silva, conocido por el apodo de Lula. Un punto específico los unía: eran fuertes opositores a la dictadura implantada en 1964 y empezaba su lenta agonía, que solo terminaría en 1985.
En 1982, el Tribunal Superior de Justicia Electoral reconoció oficialmente el nuevo partido, que llega a sus 40 años como la mayor sigla de la izquierda latinoamericana y única agrupación que ganó cuatro elecciones consecutivas en Brasil (entre 2002 y 2014).
Para celebrar la fecha el PT realizó un festival entre el viernes y domingo, y que tuvo como auge un encuentro entre dos expresidentes legendarios, el uruguayo José Mujica y el brasileño Lula da Silva en la noche de sábado, delante de unas seis mil personas que desbordaron la capacidad de la Fundición Progreso, icónico centro cultural en Río.
Fuera del poder desde el golpe institucional que destituyó a la presidenta Dilma Rousseff en 2016, el PT vio cómo su fundador y principal figura, Lula da Silva, fue conducido a la cárcel en abril de 2018, luego de un juicio claramente manipulado por Sergio Moro, el entonces magistrado y actual ministro del gobierno ultraderechista de Jair Bolsonaro. Sin ninguna prueba, Lula fue condenado en base a ‘evidencias y convicciones’.
La instancia superior, presidida por un íntimo amigo de Moro, aumentó la sentencia. Lula solo recuperó su libertad después de 580 días, gracias a una decisión de la corte suprema.
Pese al fuerte desgaste provocado por un trabajo triturador que unió a los grandes medios hegemónicos de comunicación, parte substancial de la Justicia y de la Fiscalía, partidos seguidamente derrotados y el grueso del empresariado y de la banca, todo bajo la omisión cómplice del Supremo Tribunal Federal, Lula permanece como líder máximo no solo de su partido, pero de toda la izquierda brasileña.
Desde el pasado noviembre, cuando volvió a la calle, Lula busca medios para implantar una oposición actuante y eficaz contra el gobierno que, según él, en trece meses provocó el más severo retroceso desde que el país se transformó en República, hace 131 años.
En el acto de la noche del domingo, Lula, al lado de José Mujica, fue incisivo. Lanzó una dura advertencia: ‘No tenemos mucha alternativa. Están desmontando todo lo que creamos, además de la sumisión al gobierno norteamericano. Si no salimos a las calles para luchar y resistir, estaremos perdidos’. Y entre muchas otras, lanzó una pregunta clave: ‘¿Cómo organizar de nuevo el movimiento sindical?’.
Tanto la advertencia como la pregunta integran una vasta serie de dudas y desafíos que Lula, el PT y toda la izquierda brasileña enfrentan. Y, al menos por ahora, no hay ninguna respuesta en el horizonte.
Mujica, especialmente aplaudido
Del poco menos de una hora en que permanecieron en el escenario de la Fundición Progreso, en el centro de Río, Lula ocupó casi todo el tiempo.
Pero en sus dos o tres intervenciones que, juntas, no sumaron más de quince minutos, Mujica cosechó aplausos en volumen igual.
Luego de criticar duramente el consumismo incentivado con énfasis en la juventud, lanzó una frase que incendió la platea: «La vida se va, y la pregunta es si basta gastar la vida pagando boletos, boletos, boletos», para luego concluir que «la vida no es solo trabajar, es preciso vivir».
También ha sido fuertemente ovacionado cuando dijo que «el político tiene que aprender a vivir como vive la mayoría de su pueblo, y no como vive la minoría privilegiada».
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