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La estrategia oficial para la reestructuración de la deuda está sobre la mesa. Se trata de una estrategia “no disruptiva” y surge de las relaciones de poder realmente existentes. No debe olvidarse que el que fuera el peor gobierno desde el regreso de la democracia contó, a pesar de la destrucción del aparato productivo y el endeudamiento indiscriminado, con el respaldo del 40 por ciento de la población. La existencia de este apoyo resulta tan palpable como el poder económico y mediático que contribuyó y contribuye a su consolidación.
Luego, la mayoría construida por el Frente de Todos fue una coalición anti-neoliberal, pero buena parte de sus votantes no eligieron una alternativa más dura que profundice el conflicto social y geopolítico. Si así no fuese, Alberto Fernández no habría sido el candidato. Su perfil es claramente más moderado que el de la “izquierda de la coalición”. No importa si la moderación oficial es una estrategia política o una convicción, de lo que no cabe duda es que es el producto de las relaciones de poder.
La estrategia para la reestructuración de la deuda sigue este camino y ya comenzó a superar el primer obstáculo: un acuerdo con el FMI. De la presentación de Martín Guzmán en el Congreso surgieron los datos clave. El gobierno espera un acuerdo que le deje margen para la expansión del Gasto y de la Demanda, es decir un poco más de déficit con algunos años de gracia para poder crecer antes de reiniciar los pagos. Con la declaración de “insustentabilidad económica y política” de la deuda, el FMI otorgó un fuerte apoyo para el paso siguiente, la renegociación con los privados, aunque sin olvidar que los intereses de los dos bandos acreedores no son necesariamente antagónicos en el largo plazo, más allá de las contradicciones en el corto.
En este proceso serán clave las relaciones de poder. Es la tristísima herencia del macrismo: el país nuevamente sujetado por sus pasivos externos luego del esfuerzo del desendeudamiento, lo que hoy demanda pedir permiso para crecer y tratar que los acreedores entiendan que un default podría resultar también oneroso para ellos. Y aunque no lo digan en público, en el Ministerio de Economía consideran que una cesación de pagos, a pesar del fuerte riesgo de insustentabilidad política, puede ser preferible a un mal acuerdo. El default también está sobre la mesa, no es sólo una carta de renegociación. El objetivo último es la “sustentabilidad” de la deuda, lo que en el actual contexto significa simplemente evitar repetir las experiencias históricas de reestructurar “amistosamente” para volver a hacerlo al poco tiempo.
La pregunta de fondo es sí las relaciones de poder realmente existentes permitirán que una renegociación no disruptiva llegue a buen término. La respuesta parcial surge de conocer a quiénes se sentarán del otro lado del mostrador del Estado, en particular a los gigantescos fondos de inversión que acumulan una importante porción de la deuda y que, como lo demostró el caso reciente de la provincia de Buenos Aires, cuentan con un virtual poder de veto, ya que las cláusulas de acción colectiva incluidas en los bonos a renegociar demandan que las reestructuraciones cuenten con la aceptación del 75 por ciento de los tenedores de cada papel.
A modo de ejemplo, solamente siete fondos poseen poco más del 13,5 por ciento de la deuda bajo legislación extranjera emitida por el macrismo. La lista es encabezada por Black Rock, con 1268,2 millones de dólares; Fidelity (FMR LLC), con 1226,1 millones, y PIMCO, con 1040,1. Le siguen Northern Trust, con 726,2 millones; Alliance Bernstein, con 677,5; Ashmore, con 374, y Prudential, con 309. En total son 5621,4 millones de dólares. Estos números “oficiales” surgen de declaraciones públicas a la agencia Bloomberg, lo que no descarta que puedan poseer más, ya que todavía no existe una identificación completa de los propietarios, tarea de la que se encargarán los bancos negociadores. De acuerdo a una estimación preliminar, estos siete fondos podrían llegar a tener desde el 17 y hasta el 40 por ciento de la deuda pública.
Conocer al adversario
Desde la crisis de 2008 los llamados “inversores pasivos” crecieron exponencialmente. Se trata de administradores de fondos fundamentalmente nutridos por recursos previsionales que colocan la mayor parte de su cartera en inversiones de largo plazo y bajo riesgo, pero que también diversifican una porción menor en papeles más riesgosos. También de acuerdo a Bloomberg, sólo tres fondos -Black Rock, Vanguard y State Street- son accionistas dominantes del 88 por ciento de las principales 500 empresas estadounidenses. Difícil encontrar una foto más nítida de lo que normalmente se denomina “capitalismo financiarizado”.
Black Rock, muy probablemente el principal tenedor de deuda local, es también el fondo de inversión más grande del mundo. Posee oficinas en 30 países y clientes en más de 100. A fines de 2019 administraba una impresionante cartera de 7,43 billones (millones de millones) de dólares, una cifra que supera la suma de las economías de Alemania y Francia y que multiplica por más de 14 el PIB local, como para aproximarse a las asimetrías. A su vez controla más de 2.700 fondos de inversión de distinto tipo, de los que el 65 por ciento son “inversores institucionales”, como por ejemplo los fondos previsionales de empleados públicos y privados de varios países. También se cuenta entre los principales accionistas de todas las grandes petroleras, excluida Total, y en el top ten de los accionistas de siete de las diez productoras de carbón más grandes del mundo.
La firma no sólo administra activos, también se sienta a ambos lados del mostrador, al menos en materia de información privilegiada. A través de Black Rock Solutions trabaja con gobiernos, bancos centrales y grandes empresas en distintos rubros, con lo que monitorea un caudal de activos muy superior al que administra.
El CEO de la multinacional, Laurence Fink, fue pionero en la securitización de hipotecas, el mecanismo de respaldo de papeles basura que llevaron a la crisis estadounidense de 2008, una crisis en la que Black Rock se vio beneficiada por partida doble. Notablemente fue contratada por el gobierno para resolver los problemas que había contribuido a generar y desde entonces, a partir de una sucesión de fusiones, no dejó de crecer hasta convertirse rápidamente, en 2009, en la gestora de activos más grande del mundo. La firma lidera lo que se denomina “shadow banking” o banca en las sombras por no pertenecer al grupo de bancos tradicionales, los que desde 2008 u a diferencia de los fondos de inversión, son sujeto de mayores regulaciones.
Con semejante estructura no extraña que Fink tenga una capacidad de lobby superior a la de la mayoría de los países y presidentes. Su acceso a todos los ámbitos del poder es prácticamente ilimitado. Nadie le cierra las puertas al respaldo económico, la influencia y la información, amén del control de Blak Rock sobre sectores estratégicos de la economía mundial, como energía, finanzas, transporte y alimentos.
En Argentina, bajo el gobierno anterior, Fink tuvo al menos dos reuniones con Mauricio Macri y su intervención fue decisiva en algunas colocaciones realizadas por Luis Caputo, el “Toto” de la Champions (Marcos Peña dixit). Recién abrió oficinas en el país a comienzos de 2019, quizá previendo la necesidad de monitorear de cerca las “inversiones” realizadas. Recientemente, frente a la inminente reestructuración de la deuda, se asoció con Fidelity, el fondo que semanas atrás trabó el intento de reestructuración de un bono de la provincia de Buenos Aires. A pesar de que su participación rondaba el 20 por ciento logro operar para que se evite la suma del 75 por ciento de aceptación. La experiencia fue una muestra adelantada de la capacidad de veto que podrían asumir los fondos acreedores frente a una reestructuración que no los satisfaga. Es un hecho evidente que cooperarán entre sí en la renegociación y que su objetivo –ni bueno ni malo, sino atento a su lógica de comportamiento– no es el crecimiento de la Argentina sino la maximización de ganancias. Martín Guzmán deberá convencerlos de que maximizarán más si el país crece.
Aquí aparece el segundo gran problema heredado por el macrismo: no sólo hubo una toma de deuda récord, sino que también se les pagó “sin chistar” a los fondos buitre. El antecedente es nefasto. Los acreedores saben ahora que con capacidad de lobby y poca urgencia hasta los muertos pagan. El famoso “riesgo moral” para los especuladores que se discutía a comienzos de los 2000 simplemente desapareció. El mensaje que ayudó a cimentar Macri fue que no importa lo disparatado de las tasas y condiciones, antes o después los países siempre pagan. Además, hasta que se llega a la reestructuración se van cobrando los intereses, lo que ayuda a minimizar pérdidas.
El expertise existe y se desarrolló durante el segundo gobierno de CFK. La actuación coordinada de los fondos se hace evidente cuando distintos acreedores se organizan bajo los mismos agentes de asesoría jurídica, como es el caso de la unión de Black Rock y Fidelity. Los nombres se repiten. Es el caso de Dennis Hranitzky, el abogado que colaboró durante quince años con Paul Singer en su disputa contra Argentina y que actualmente trabaja con un grupo de veinte fondos acreedores. No hará falta ser un lector muy atento para, en las próximas semanas, descubrir en la prensa hegemónica la capacidad de lobby de los bonistas. No sólo estará en las notas de opinión y en las opinadas, sino también en las voces de parte de la clase política, tal como sucedió durante el segundo gobierno de CFK. Ya ganaron una vez y el costo para Argentina fue altísimo: además de los casi 15 mil millones de dólares pagados a los buitres bajo la promesa incumplida de la “lluvia de inversiones”, también el macrismo mismo.
Si bien la cesación de pagos es indeseada, no implica que cualquier acuerdo sea superior. Si el nuevo gobierno, en su estrategia no disruptiva, terminase aceptando una renegociación insostenible se prolongaría el estancamiento de la economía y el deterioro de las condiciones sociales, un panorama que para pueblo y gobierno podría ser todavía más duro que un default abierto. Sin embargo, también está sobre la mesa que una minoría de fondos muy poderosos, con capacidad de trabar la renegociación, también encuentre incentivos en un default. El antecedente que dejó del macrismo es que no importa que pase una década, si se sabe esperar siempre llegará un gobierno que compense con creces la espera. Frente a cualquier tropiezo en la reestructuración, el “mundo buitre” del capital financierizado está a la vuelta de la esquina. Quizá por ello se optó por jugar en conjunto con el FMI, que es efectivamente quien tiene más para perder en tanto demandaría ser recapitalizado. Sin embargo, también podría caerse en default sólo con los privados.
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