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Primero fueron los gases lacrimógenos. Como en un relato fantástico, una espesa nube gris cubrió el cielo siempre azul de Senkata. En sus calles estrechas y en su avenida principal había militancia de base, había dirigentes del Movimiento Al Socialismo (MAS) pero también había chicos jugando en la vereda, jóvenes saliendo a hacer las compras, mujeres de pollera con la bandera wiphala sobre sus espaldas. De repente, todos y todas empezaron a correr con desesperación. De los gases se pasaba a las balas. Y de los signos de asfixia a las heridas graves. Ese martes 19 de noviembre de 2019 quedó en la historia negra de Bolivia. Fue el día de la masacre de Senkata, localidad del Distrito 8 de la ciudad de El Alto. Un territorio situado a 40 kilómetros de La Paz, y donde según el último censo viven 1.339 personas.
En Senkata se encuentra instalada una planta de gas que abastece a buena parte del país. La planta se encontraba bloqueada hacía varios días como señal de protesta tras la renuncia forzada del presidente Evo Morales, pero más aún luego de la asunción de la autoproclamada presidenta Jeanine Añez. Un cinematográfico operativo militar y policial intentó desactivar de manera violenta el bloqueo. Y el saldo fue de diez muertos, 65 heridos y decenas de detenidos. A casi dos meses de la tragedia, Página/12 dialogó con una delegación de familiares y víctimas directas de la represión desatada sobre Senkata, que llegó a Buenos Aires para reunirse con el presidente depuesto de Bolivia, Evo Morales. Y para denunciar los hechos ante la comunidad internacional.
Todos los entrevistados insisten en que los presentes en las movilizaciones y en el bloqueo de la planta de gas de Senkata eran en su mayoría vecinos autoconvocados, junto con algunos dirigentes sociales que no soportaban el desprecio a las clases populares, materializado en la quema de la wiphala y la real persecución a las mujeres de pollera. Como dirigente de la Federación de Juntas Vecinales de El Alto (FEJUVE), Félix Rojas afirma haber participado de «marchas pacíficas», aunque «igual estábamos siempre con nuestro palo y nuestra piedra por si acaso». El gobierno de facto no dudó en calificar a las manifestaciones como «violentas» y «salvajes»
El 19 de noviembre
Habían pasado ya 16 días de bloqueo en Senkata. Los temores de desabastecimiento eran cada vez mayores, y el accionar del gobierno de facto cada vez menos contemplativo con los manifestantes. El 19 de noviembre, un operativo conjunto de las fuerzas armadas y la policía se dirigió directamente a la planta de gas propiedad de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos. Temían que los manifestantes hicieran estallar a Senkata por el aire.
«Estaban unas cincuenta personas cuidando la planta de gas. Empiezan a lanzar gases, sobrevolaban aviones y helicópteros. Entonces pedimos ayuda, que acompañen otros distritos. Ahí empezó la represión», recuerda Rojas. Cuando el despliegue militar y policial llegó hasta Senkata, los uniformados lograron superar el bloqueo y escoltar un convoy de 49 camiones cisterna para abastecer a las ciudades de La Paz y El Alto. El objetivo del gobierno, con dificultades y a fuerza de gases lacrimógenos y algún que otro bastonazo, parecía cumplido.
Pero a partir de ese momento la situación se tornó más violenta. «Ellos quieren mentir diciendo que metimos dinamita en Senkata, eso es mentira. Si queríamos hacer eso, lo hacíamos el primer día y explotaba el yacimiento. No somos tan tontos para estar arruinando nuestros recursos naturales. Obviamente, había infiltrados de su gente para arruinar las cosas», explica Néstor Limachi, presidente de la Asociación de Víctimas de la Masacre.
Cuando los manifestantes volvieron a intentar bloquear Senkata, se retomó el operativo policial-militar: reingresaron al terreno a fuerza de gases y golpes, con el agregado de disparos de armas de fuego. Circuló la noticia de los primeros fallecidos y los heridos se contaban por decenas. Rojas comenta que, en medio de la represión, sintió que lo sujetaban de la espalda pero pudo escapar. «Trataron de secuestrarme», dice. Muestra el celular con el cristal de la pantalla estallado. En el borde del celular se ve claramente un impacto: es un balín disparado por efectivos de la policía.
Josimar Choque Flores habla lento y pausado. A los 24 años y albañil de profesión, eligió ese 19 de noviembre para ir al banco a saldar una deuda. «Pasé por allí, vi lo que estaba pasando y me quedé. Me puse la mano en el pecho porque vi a la gente desesperada. Vi mucha gente herida y necesitaba ayudar. Las señoras para escaparse se tropezaban y se golpeaban entre ellas mismas», recuerda. Choque Flores conserva el brazo enyesado desde aquel día. «Una bala me rozó el pecho, gracias a Dios no me tocó nada grave pero me destrozó los nervios del codo», recuerda.
Rudy Cristian Vásquez es otro de los tantos que terminó en medio del caos por casualidad. A los 23 años y con varios proyectos por delante, había salido a comprar carne y pan. Su padre Eulogio Vásquez Cuba salió a buscarlo desesperadamente cuando un vecino le alertó que vio a su hijo sumergido entre gases y balas. “Los hermanos estaban resistiendo en la avenida. Nosotros no tenemos nada de armas. Igualmente ellos han venido con ametralladoras”, comenta. Rudy resistió la feroz represión unas pocas horas: las balas se alojaron directamente en su cráneo.
Paulina Siñani es una mujer de pollera. Ella vivió en carne propia las heridas que sufrió su hijo René Augusto Huanca. René tiene 21 años y recién había regresado del cuartel, donde realizaba el servicio militar. Era otro de los vecinos autoconvocados. «René tuvo una herida en el pie derecho y él mismo se sacó la bala rapidito, con una pinza. Policías vestidos de civil decían que lo dejara ahí en el hospital, que ellos iban a avisar al doctor para que lo cure. Pero mi hijo me pidió por favor que no lo dejara. Que estaban diciendo que eran vándalos, terroristas. Tenía miedo». En la noche y con su muleta a cuestas, René y Paulina lograron escapar.
Desde el primer momento las fuerzas armadas justificaron la intervención militar. Había que reestablecer el flujo de combustible sin importar las consecuencias. El gobierno ilegítimo de Añez negó que los militares hayan disparado sus armas. Acusaron a los manifestantes de terroristas. Pero en los «enfrentamientos» que denunciaron los funcionarios, no hubo bajas ni heridos entre los uniformados.
La misión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos presente en Bolivia no dudó en calificar como masacre lo sucedido en Senkata
y en Sacaba
, donde perdieron la vida otras nueve personas. «En criterio de la Comisión, estos hechos pueden caracterizarse como masacres dado el número de personas que perdieron la vida en un mismo modo, tiempo y lugar, y a que se cometieron en contra de un grupo específico de personas», expresó la comisión a partir de un informe lapidario.
La larga travesía de los heridos
Las derivaciones interminables de los heridos entre postas de atención, hospitales y clínicas privadas luego de la represión en Senkata, fueron otro pesado lastre para las víctimas y sus familiares. El recorrido de Eulogio Vásquez es uno de los más representativos. Cuando una vecina le avisó que a su hijo Rudy lo habían llevado hasta una posta de atención primaria, llegó hasta allí y no podía entrar de la cantidad de heridos que yacían amontonados. «Cuando finalmente entré a la sala, ahí estaba mi hijo tendido. Había que llevarlo a un hospital para salvarle la vida, pero no había auto. Tampoco gasolina».
En ese momento llegó una ambulancia avisando que solo podían llevar a dos personas. Tuvo la suerte de poder acompañar a su hijo hasta el hospital Holandés. «No curaron nada, simplemente lavaron la herida. No tenían equipo de tomografía. En la clínica Villa Dolores le pudimos sacar tomografía. Tampoco tenía plata, una tomografía costaba 4500 bolivianos y yo tenía 30″, recuerda resignado.
Vásquez se las arregló como pudo, y con la tomografía realizada regresó al hospital Holandés. «Mi hijo ya estaba agonizando, mordía los dientes. La bala estaba en el medio del cerebro, pero no tenían equipo para esa operación. Más tarde lo derivan al hospital General. Ahí me dicen que no va a poder salvarle la vida. Operamos o no operamos, igual va a fallecer. Pregunté si no podía llevarlo a un privado. Pero un privado cuesta entre mil y tres mil bolivianos por día, solo la cama, sin medicamentos. A las dos de la mañana murió». Eulogio se seca las lágrimas con un pañuelo. «Ya no lo tengo más. Ahora me quedaron solo las deudas con el banco».
El calvario de los vecinos de Senkata no parecía terminar siquiera con la muerte de sus padres, hijos, parejas y tíos. El jueves 21 de noviembre, un cortejo fúnebre partió con los féretros de dos de los fallecidos, y bajó hasta la ciudad de La Paz. «¡No somos masistas, tampoco terroristas, somos de El Alto, y El Alto se respeta!», gritaban los presentes. El operativo militar y policial que se mantenía en el lugar los despidió con gases lacrimógenos. No tuvieron piedad ni con los muertos.
Con mucho dolor acumulado, la comisión de familiares de víctimas de Senkata llegó hasta Buenos Aires para reunirse con el presidente depuesto Evo Morales. También se reunieron con asociaciones como Madres de Plaza de Mayo. En concreto, rechazan el decreto de resarcimiento económico que firmó la presidenta de facto Jeanine Añez. «Tenemos que llegar al juicio y a una ley de responsabilidad contra Añez, que nos ofrece atención médica e indemnización pero no el derecho a denunciar y conocer quién los ha asesinado y herido. Pedimos una justicia digna», expresa Choque Flores.
Informe: Guido Vassallo.
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